martes, 7 de febrero de 2012

El Soldado

      La noche había devuelto el sosiego a la ciudad ocupada. El toque de queda había sonado ya, y sólo el acompasado caminar de los soldados, vigilando las calles, interrumpía  el silencio.
-¿Porqué nos han invadido?¿Porqué a nosotros que vivimos en el rincón más olvidado de Francia? -se habían preguntado sus habitantes durante todo el día
-¿Y porqué no? -reflexionaron más tarde, pasada la sorpresa
     Ahora, resignados, intentaban dormir para escapar de aquella pesadilla,  al menos durante un tiempo.
    Sin embargo, Renée no lo conseguía. Ya llevaba un par de horas dando vueltas en una cama extraña, aunque no era esa la razón de su insomnio; ella era médico, médico de cabecera, acostumbrada a pasar noches junto a sus enfermos;   durmiendo a saltos sobre cualquier mueble que pudiera utilizar como lecho.
     Al fin, se levantó contrariada y se vistió aceleradamente para dirigirse después a su despacho, situado en la planta baja de la vivienda. Según descendía las escaleras,  los lamentos del soldado que ella había abandonado  le martilleaban la cabeza.
     Se le habían entregado aquella mañana, con heridas que necesitaban inmediata atención,  para poder arrebatárselo a la muerte que le cercaba. Ella había cumplido con el deber que le exigía su profesión sin mirarle a la cara, como si fuera uno de aquellos cadáveres sobre los que tuvo que aprender su labor cuando aún era una estudiante.
     Al anochecer se había refugiado en el extremo de la casa más alejado del lugar donde él yacía sólo, sin ignorar  que cuando despertara de la anestesia los dolores iban a ser terribles. Pero  no quería que sus gritos la atormentaran. El odio, el resentimiento cerraban el paso a la compasión que ornaba su carácter.
"Es un soldado alemán, el eterno enemigo de mi tierra, no se merece mi ayuda" -se había repetido hasta creerse convencida.
     Pero ahora estaba junto a él y mientras le inyectaba un calmante para aliviarle, le miró. A su pesar, se sintió conmovida por aquél rictus de sufrimiento que atravesaba su rostro. Era idéntico al que veía en sus pacientes. "Cómo nos hermana el dolor" -pensó.
     Ella era una mujer joven y menuda que se movía con la rapidez de una ardilla. Tenía el pelo rubio y muy corto. Sus facciones no resultaban especialmente hermosas a causa de su nariz respingona y sus labios demasiado finos. Pero él nunca olvidó la mirada cálida y el color verde de los ojos con los que tropezó,  al despertar, aquella mañana que les estrechaba a los dos en la misma luz de su amanecer. 

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