miércoles, 28 de marzo de 2012

Hogar

Claudio no podía apartar sus ojos de aquella enorme estrella, era como tener un farol en el techo de su habitación.

―¿Qué pasa?, ¿por qué no la apagan? ―se preguntaba―¡Vaya luz tan impertinente, así no hay quien pueda dormir! ―Decía mientras estiraba su brazo hasta el estribor para coger la toalla y ponérsela sobre los ojos.

Con el sonido de una fuente como banda sonora, empezó a hacer en su cabeza un inventario de los colores que aún quedaban en su estuche de tizas; poco a poco estos se transformaron en veintitrés peces de colores que nadaban en un mar purpura lleno de burbujas. En el fondo de ese océano, que parecía refresco de uvas, estaba Claudio, usando una medusa como medio de transporte y ataviado con un ostentoso traje de submarinista. El trinar de los pájaros bañándose en la fuente trajo a Claudio de regreso a su viejo bote.

Con la agilidad de siempre, excepcional para alguien de su edad, saltó a tierra firme. Los pájaros no escaparon al ver como se incorporaba un nuevo asistente a su spa matutino, Claudio tuvo que espantarles para hacerse sitio y lavarse la cara. Quería llegar al pueblo lo antes posible; sentía la urgente necesidad de pintar, sin omitir detalle, aquel paisaje maravilloso que había visitado durante la noche.

Entre los arbustos se escondía un baúl que parecía una reliquia pirata. De él sacó unos bermudas blancos y un polo verde limón, probablemente su antiguo dueño combinaba estas prendas para jugar al golf. Claudio peinó con mucho cuidado su blanca barba, pero no hizo lo mismo con su cabello; por el que, con toda seguridad, ningún peine se deslizaría con facilidad.

― ¡ Hooooola! ¿Cómo-estas-tú?―dijo Loreto al verle.

―Buenos días, Loreto… ¡Mira que amarillitos están ya los plátanos! Con las galletas y la miel que nos dejaron las monjitas, tendremos un desayuno digno de reyes.

―¡Ummmm! ―exclamó el ave, mientras movía su cabeza arriba y abajo, parecía haber entendido en qué consistiría el menú.

Claudio no tenía que preocuparse por el café, ya que de camino al pueblo, doña Enriqueta siempre tenía una taza servida para él.

martes, 20 de marzo de 2012

De oca a oca

De entre los diez juegos que incluía la caja que compramos ayer en la tienda se fijó en la oca. Para una niña de tres años una oca es algo desconocido y, por tanto, mágico, pero cuando le expliqué que tenía plumas y era como un pato, su cara se iluminó. Desconozco la razón, quizá porque es el animal de la granja que más le gusta o porque la palabra pato fue la primera que aprendió en inglés. Hoy al llegar del colegio ha cogido la caja y me la ha entregado. Quería que la desvelase el secreto.

- Mira, esta es la oca. ¿Ves?

Desplegué todo lo necesario sobre la alfombra del salón y nos sentamos como los indios.

- ¿Qué es para esto?

- Se llama dado. Tiene puntitos negros, ¿has visto? Sácate el dedo de la boca, Leire. Hay que cogerlo y tirarlo. Luego cuentas los puntitos y mueves tu ficha. Ahora tienes que elegir una para jugar.

Le mostré cuatro fichas de cuatro colores y le pregunté cuál elegía.

- La rosa.

- A ver, Leire, fíjate. Rojo, amarillo, azul o verde.

- Rojo.

- Vale, yo el verde. Mira, ponemos las fichas aquí y el primero que llegue aquí, gana. Pero tienes que tirar el dado.

- ¿Ahora?

- Claro. Mira, se hace así -lo agité en mi mano y lo lancé sobre el tablero. Ella intentó imitarme pero lo único que hizo fue dejar caer el dado. -Muy bien. Ahora cuenta los puntitos.

Fue señalando con su dedo índice cada circulito negro, contado en voz alta.

- ¡Cinco!

- Fíjate bien, Leire. Cuenta.

Repitió el método y esta vez no falló.

- Seis.

- Muy bien. Ahora coges la ficha y cuentas. Así. -Golpeé despacio cada casilla del tablero mientras contaba. -¿Sabes qué es esto?

- ¡Un puente!

- Muy bien. ¿Ves otro puente por aquí?

No tardó en encontrarlo.

- Éste.

- Eso es. Si caes aquí dices "de puente a puente...".

- Papi, ¿cómo se dice en inglés Cenicienta y Campanilla?

- Cinderella y Tinker Bell.

No había acabado de pronunciar los nombres cuando cogió su ficha y la llevó hasta la última casilla mientras gritaba que había ganado.

- Has hecho trampa, Leire.

Pero ya daba igual. Se había levantado y ya había entrado a su habitación para ponerse el vestido de princesa y los zapatos de tacón de Cenicienta.

Canción en si bemol

Índice

1. Wiskey in the jar (Thin Lizzy)

2. A pain I’m used to (Depeche Mode)

3. John, I’m only dancing (David Bowie)

4. Lucy in the sky with diamonds (The Beatles)

5. Everybody hurts (REM)

6. I’m through with love (Chet Baker)

7. Who wants to live forever (Queen)

8. Listen to what the man said (Paul McCartney)

9. My wife’s hometown (Bob Dylan)

10. Suicide Blonde (INXS)



Desde la botella que abrazaba Jota hasta la puerta de entrada del apartamento se extendía un camino bien perfilado de gotas de whiskey. Llevaba dormido desde poco antes de amanecer. A media mañana Lucía Sambold cogió su bolso y siguió el rastro de alcohol sobre el suelo hacia la salida, como una metáfora de la vida que le había tocado vivir. La vida real no le había enseñado cómo salir del torrente de desgracias en la que estaba sumida desde que estaba con Jota. Su desgracia era como una maleta que la acompañaba a cualquier lugar y a cuyo peso se había acabado por acostumbrar.

Cansada, se dirigió hacia la cárcel de cristal donde trabajaba, en la que decenas de pares de ojos al día contemplaban cómo se contorsionaba cada vez con menos ropa. Unas pocas monedas para conseguir que aquellos desconocidos olvidaran su vida, unas pocas monedas para que Lucía se hundiera más en su propio infierno. Al acabar sus horas de exhibición regresaba con Jota, volvía a soportar sus humillaciones, le decía que solo bailaba, que era la mejor forma que tenían de ganar algo de dinero, que lo hacía por los dos. Pero lo único que conseguía eran golpes secos con sabor a wiskey y soledad. Jota se marchaba al anochecer y todo volvía a comenzar de cero, con sus pastillas, sus gramitos de coca, su ginebra y su momento de intimidad, el único en el que podia liberarse y volar.

No pasó demasiado tiempo hasta que Lucía tomó la decisión. Fue fácil, solo tuvo que asestarle dos puñaladas en el cuello mientras dormía abrazado a la botella de Johnny Walker. Tal y como había visto en una película. Se acabó. Todo el mundo hace daño, tú me lo hiciste y yo te lo hago, pensó rabiosa mientras le mataba. Cogió sus dos maletas; en una llevaba sus cosas, la otra tenía pensado vaciarla. No fue a trabajar. Aquel trabajo sería lo primero de lo que se deshiciera de su segunda maleta. Después abandonó las ganas de enamorarse de nuevo. Sintió que se avecinaban cambios, que todo iba a ser diferente a partir de aquel momento.

– ¿Pensó en suicidarse?

Sonrió. Se frotaba las manos nerviosa. Unos mechones de pelo rubio que se escapaban de su coleta tapaban parcialmente sus ojos. Fue capaz de reunir la fuerza suficiente como para matar a un hombre que la torturaba y no pudo quitarse de en medio y dejar de sufrir.

– Soy demasiado cobarde para hacerlo. Pero no quiero vivir para siempre, se lo dije al psicólogo de aquí, y creo que por eso me han puesto en un programa de prevención de suicidios. Por aquel entonces no es que tuviera demasiadas ganas de seguir viva, pero debía continuar. Pensaba “¿Y si pudiera irme?”, “¿y si cambiara mi suerte?”, “¿y si pasara desapercibida?”. Demasiados condicionales y demasiados condicionantes. Quizá esperaba un trío de ases en la siguiente mano. Es una pena que nunca aprendiera a jugar al póker.

– Pero conoció a aquel hombre. ¿Cómo se llamaba?

– Barrientos. Sí, era el dueño de la pensión de Bilbao donde malvivía. Un buen hombre. Hablaba mucho con él. Necesitaba alguien con quien desahogarme y me decía a mí misma que debía escucharle, escuchar sus consejos, su experiencia. Me hablaba de su mujer y de los problemas que tuvo cuando fue a vivir con ella a su ciudad natal. Algo parecido a lo que me ocurrió a mí con Jota. Pobre, le utilizaba como si fuera un psicólogo para intentar limpiarme por dentro.

Una sirena atronó en la sala y dos funcionarios con cara de pocos amigos entraron en ella. Agarraron a Lucía Sambold de los brazos y le indicaron que era hora de regresar a la celda, la misma en la que pasaba cada día desde hacía tres años. Miró hacia atrás. Yo ya había desconectado la grabadora y le agradecía el tiempo que me había dedicado mientras se la llevaban.

– Si algo me sobra ahora es tiempo. Confío en que escribirás un buen artículo –gritó desde el pasillo de seguridad.

El reportaje fue portada dos días antes de que Lucía Sambold apareciera muerta en su celda.

domingo, 11 de marzo de 2012

La mano nerviosa

Federico contaba en su cabeza los pasos que habían desde la entrada de su casa hasta la mesa del comedor, donde estaba Clementine. Se detuvo justo detrás de ella y preguntó:

—Abuelita, ¿Estás jugando cartas? —Los naipes que tenía ella en sus manos salieron volando por todo el salón.

—¡Federico, te he dicho que no me des esos sustos!... ¿Por qué has vuelto tan pronto?

—Les dije a los chicos que los alcanzaría para jugar, pero cuando volví, habían desaparecido —contestó el niño, mientras se secaba el sudor de la frente con el cuello de su camiseta.

Federico recogía las cartas que cayeron al piso, mientras Clementine armaba una pila con las que estaban sobre la mesa.

—¿Qué juegas abuelita? ¿Puedo jugar contigo?

—Estaba en medio de una partida de solitario y ese un juego para una sola persona. ¿Qué tal si te enseño otro para que lo puedas practicar con tus amiguitos?

— ¡Sí!... Sí, sí, sí abuelita… Dime, dime, dime, dime…

Federico entregó el resto de las barajas a su abuela y sin perder de vista el mazo de naipes, corría por una silla y se ponía de rodillas sobre ella.

—Este juego se llama mano nerviosa….

—¿Mano nerviosa? ¿Entonces hay que estar nervioso para poder jugar?

—No, Fede… al contrario. Este juego consiste en no perder la calma. Se empieza barajando las cartas, mira…

— ¡Oh, abuelita! Tú barajas como los magos, yo no sé mezclar las cartas así. Con la mano nerviosa voy a perder igual que me pasa siempre —dijo el niño haciendo pucheros.

—No tienes que hacerlo así, sólo asegúrate que estén bien mezcladas y que nadie en la mesa pueda adivinar qué carta saldrá.

—¿Entonces hay que tener poderes mágicos para adivinar las cartas?

—No, este juego no tiene nada que ver con la magia, consiste en reaccionar antes que nadie, ¡es todo!... Empiezas cantando las cartas…

—¿Cantar? ¿Existe la canción de la mano nerviosa?

—No, no, no… No tienes que cantar ninguna canción. Solo debes decir en voz alta los números, del uno al doce, mientras vas poniendo las barajas sobre la mesa con el dibujo hacia arriba.

—¡Ah!, entonces tengo que cantar los números como los niños de la lotería…

En medio de un suspiro Clementine pensó: « ¡Ay!… mi pequeño gili…». Federico era capaz de sacar de quicio incluso al más paciente.

—De hacerlo así puede que resulte más divertido, pero no es necesario. Volvamos al juego… Supongamos que vas por la cuarta carta y coincide que la baraja que pones sobre la mesa tiene el número cuatro, los jugadores deberán poner rápidamente su mano sobre ella; el último que lo haga se lleva todas las que estén sobre la mesa.

—Entonces el que se lleva las cartas gana...

—No, el que se queda con todas las cartas es el que pierde —dijo ella, deslizando el mazo al centro de la mesa.

—Hummm… ¿y eso es todo abuelita? —preguntó Federico ya sin el entusiasmo de antes.

—Sí, ¿qué tal si jugamos una partida? ¿Cantas tú?

El niño tomó el mazo de cartas, se sentó en la silla y con torpeza intentaba barajarlas.

Clementine le guiña un ojo a su nieto y con picardía le advierte: «El que se equivoca también pierde».