lunes, 4 de junio de 2012


EL REENCUENTRO
Al colgar sientes un dolor lejano, casi ausente; aunque algo que no sabes describir se agita en tu interior; es una montaña rusa de recuerdos aislados y olvidos arrullados por la distancia. Tu madre ha muerto en la casa familiar, asistida por la vecina que te ha dado el aviso.
Apenas puedes atravesar el blanco y negro de tu infancia, ¡queda tan lejana y tan impropia!..., tan falta de nombres, de calles, tan olvidada de juegos, de libros….¡tan perdida!
Vas a por un cigarro para distraer el insomnio, y al encenderlo, el mechero chamusca algún pelo díscolo, y el olor a quemado queda impregnado a ti, tanto, como la curiosidad por saber qué es lo que os había alejado
Abandonaste tu barrio y tu casa a los 17 años, con una urgencia que tu madre no entendía; ni motivos sentimentales ni el trabajo estaban detrás de tu decisión. Ponías  tierra por medio, y también mar, pero ¿por qué?
Desde el balcón de tu casa, observas la noche. Un viento cálido y húmedo llena tus pulmones, con la misma fuerza con la que buscas respuestas. Decides acostarte. Mañana velarás el cadáver de tu madre.
Al día siguiente cuando llegas, pides al taxista que pare en los umbrales del barrio.
Caminas despacio por la avenida de chopos. Es agradable sentir el frescor de sus hojas en vaivén. El olor a resina de sus troncos, redirige el pensamiento hasta la carpintería de Sebas, aquella en la que trabajaba tu padre; hoy convertida en bazar.
Las calles se recortan a medida que avanzas. Los perros libertarios escoltan el camino, mientras que una ráfaga de orines y excrementos ensucian el aire. Las casas bajas de tu infancia, ondeando frescura y jabón lagarto, resisten junto a otros edificios crecidos en altura. La lechería de Juan ya no está, y tampoco, los prados de la memoria. Las viejas siguen hilvanando la vida, perdurables, como la fritura añeja del Katanga.
Al llegar al portal, la muerte con su olor de flores te aborda con fuerza. Para ti, los muertos siempre huelen a rosas, quizá, como un señuelo de su destino
Esperas al  ascensor. La sombra del sótano y el hedor a humedad, te crean un desasosiego incómodo. Un sudor frío recorre tu frente, e imágenes confusas  sacuden tu cabeza.
Abres el ascensor y pasas. El espejo, reproduce el miedo de aquella tarde que volviste pronto  porque tenías que estudiar. La luz blanquecina se mezcla con el olor a alcohol revenido de un hombre, que entró contigo y te preguntó a qué piso ibas. Te clavó sus ojos tóxicos, al mismo tiempo que su cuerpo se balanceaba nervioso.
Instintivamente, te echaste para atrás, creando distancia entre vosotros. Un silencio tenso presagiaba el vértigo. Sacó una navaja que te dejó inmóvil, reducida a temblores, mientras que la caja, a las órdenes del loco, no dejaba de moverse en trayectoria vertical.
Giró tu cara y el bulto despreciable se abalanzó sobre ti, y detrás, él y sus babas. Gritabas, llorabas, gritabas y golpeabas, pero él cerró tus bocas. El vómito se hizo evidente, cuando el chorro del ultraje empapó tu vestido. Olía a esperma caliente, a sudor y a culpa, a sangre y humillación. 
Al salir, respiras hondo. Dejas que la conciencia, tras una visita guiada por el dolor, cancele las deudas del olvido, mientras que el tufo  a amoniaco del rellano, te recuerda a qué venias.
Rosa L.