domingo, 11 de marzo de 2012

La mano nerviosa

Federico contaba en su cabeza los pasos que habían desde la entrada de su casa hasta la mesa del comedor, donde estaba Clementine. Se detuvo justo detrás de ella y preguntó:

—Abuelita, ¿Estás jugando cartas? —Los naipes que tenía ella en sus manos salieron volando por todo el salón.

—¡Federico, te he dicho que no me des esos sustos!... ¿Por qué has vuelto tan pronto?

—Les dije a los chicos que los alcanzaría para jugar, pero cuando volví, habían desaparecido —contestó el niño, mientras se secaba el sudor de la frente con el cuello de su camiseta.

Federico recogía las cartas que cayeron al piso, mientras Clementine armaba una pila con las que estaban sobre la mesa.

—¿Qué juegas abuelita? ¿Puedo jugar contigo?

—Estaba en medio de una partida de solitario y ese un juego para una sola persona. ¿Qué tal si te enseño otro para que lo puedas practicar con tus amiguitos?

— ¡Sí!... Sí, sí, sí abuelita… Dime, dime, dime, dime…

Federico entregó el resto de las barajas a su abuela y sin perder de vista el mazo de naipes, corría por una silla y se ponía de rodillas sobre ella.

—Este juego se llama mano nerviosa….

—¿Mano nerviosa? ¿Entonces hay que estar nervioso para poder jugar?

—No, Fede… al contrario. Este juego consiste en no perder la calma. Se empieza barajando las cartas, mira…

— ¡Oh, abuelita! Tú barajas como los magos, yo no sé mezclar las cartas así. Con la mano nerviosa voy a perder igual que me pasa siempre —dijo el niño haciendo pucheros.

—No tienes que hacerlo así, sólo asegúrate que estén bien mezcladas y que nadie en la mesa pueda adivinar qué carta saldrá.

—¿Entonces hay que tener poderes mágicos para adivinar las cartas?

—No, este juego no tiene nada que ver con la magia, consiste en reaccionar antes que nadie, ¡es todo!... Empiezas cantando las cartas…

—¿Cantar? ¿Existe la canción de la mano nerviosa?

—No, no, no… No tienes que cantar ninguna canción. Solo debes decir en voz alta los números, del uno al doce, mientras vas poniendo las barajas sobre la mesa con el dibujo hacia arriba.

—¡Ah!, entonces tengo que cantar los números como los niños de la lotería…

En medio de un suspiro Clementine pensó: « ¡Ay!… mi pequeño gili…». Federico era capaz de sacar de quicio incluso al más paciente.

—De hacerlo así puede que resulte más divertido, pero no es necesario. Volvamos al juego… Supongamos que vas por la cuarta carta y coincide que la baraja que pones sobre la mesa tiene el número cuatro, los jugadores deberán poner rápidamente su mano sobre ella; el último que lo haga se lleva todas las que estén sobre la mesa.

—Entonces el que se lleva las cartas gana...

—No, el que se queda con todas las cartas es el que pierde —dijo ella, deslizando el mazo al centro de la mesa.

—Hummm… ¿y eso es todo abuelita? —preguntó Federico ya sin el entusiasmo de antes.

—Sí, ¿qué tal si jugamos una partida? ¿Cantas tú?

El niño tomó el mazo de cartas, se sentó en la silla y con torpeza intentaba barajarlas.

Clementine le guiña un ojo a su nieto y con picardía le advierte: «El que se equivoca también pierde».

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