lunes, 27 de febrero de 2012

Rodrolo y el vendedor de cazadoras

Rodrolo iba conduciendo por Madrid como solía. Sin intermitentes en el cambio de carril, asiento muy separado del volante, respaldo demasiado inclinado hacia atrás. De esa forma y con su estatura, no era extraño ver gente sobresaltada en las aceras al ver un coche en plena efervescencia de embrujo de tan autónomo que parecía. A la altura de la Estación de Chamartín vio un vehículo estacionado en el arcén, las luces de emergencia palpitando y el conductor lamentándose. Rodrolo tenía una acusada inclinación hacia el buensamaritanismo, inexistente acepción con la que, si el lector me permite, definiré su espíritu de vocación hacia el prójimo.

El acento del hombrecillo, forzado o no, le delataba como italiano. Vestía con traje de raya diplomática, camisa blanca y zapatos brillantes. Un pincel, en definitiva, que contrastaba con la brocha gorda que invariablemente era Rodrolo: pantalón de chándal, sudadera y zapatillas de deporte, que así iba cómodo a cualquier parte, ya fuera a trabajar, a fiestear o a reunirse con el mismísimo sultán de Brunei. El italiano le contó que era representante de una conocida marca de moda, el coche se le había averiado, que necesitaba llegar al aeropuerto enseguida porque volaba a Milán, que llegaba tarde y no tenía dinero. Y que por ser Rodrolo quien era, le ofrecía unas cazadoras de cuero que, fíjese, no puedo facturar y se las dejo a precio de saldo. Doscientos cincuenta euros por tres cazadoras de factura, en apariencia, impecable, de piel italiana de primera, rematadas con la precisión que sólo un diseñador de renombre puede lograr. Rodrolo, siguiendo su costumbre, apenas preguntó, agarró las prendas al vuelo después de abonar la cantidad (¿llevabas esa pasta en el bolsillo del chándal?) y salió convenciéndose a sí mismo de que había hecho un gran negocio.

– Parece mentira que seas todo un ingeniero de telecomunicaciones, todo un jefe de ingeniería, y seas tan tonto–, le dije cuando le vi en su casa unos días después.

– Que no, que son buenas. Si se nota cuando las tocas.

–Sí, claro, se nota. Donde esté el plástico que se quite la piel. Y no hay más que ver la etiqueta. Joder Rodrolo, mira, pone Anamani.

- Será la hermana del italiano,- se carcajeó.

- Eres gilipollas.

Rodrolo siempre encajaba los golpes con mandíbula batiente. Podías estar llamándole la cosa más fea del mundo que te devolvería una sonrisa y un encogimiento de hombros.

– ¿Pero molan o no molan? –dijo señalando las prendas colocadas sobre su cama deshecha, tan desordenada como el resto de su casa.

– Hombre, doscientos cincuenta euros por auténtico plástico italiano es una ganga, no lo dudes. Vamos, que si fueran de mi talla no saldría sin ellas, una encima de la otra, por si alguien pudiera entrar en casa y las robara cuando yo no estuviera.

Si de algo sirvió el incidente fue para que Rodrolo entrara de lleno en el mundo de la moda, eso sí, por la puerta de atrás, la de plástico. Todos sus amigos se alegraron sobremanera el sábado siguiente cuando le vieron aparecer enfundado en una de las chaquetas Anamani y no en el chándal de estar por casa al que les tenía acostumbrados. Se congratularon porque, a partir de ese momento, no se quedarían fuera de los garitos, avergonzados, porque la oveja negra del rebaño no vistiera de manera adecuada para entrar en según qué sitios. No recuerdo cuánto le duró la fiebre del bienvestir, lo cierto es que el plástico italiano, y no es por nada, le daba un glamour que jamás había tenido.

martes, 21 de febrero de 2012

El Da Vinci de De Lorenzo


Las puertas de la mansión se abrieron lentamente y con un ligero chirrido, como si las estuvieran moviendo un ejército de grillos. Cuando golpearon contra el tope, el Seat 131 Supermirafiori escupió un humo negro y se movió despacio, temiendo que los cantos del camino que llegaba hasta la casa dañaran los maltrechos neumáticos casi sin dibujo. Tras detener el coche entre un Bentley Continental de color crema y asientos de cuero granate y un Mercedes 300 SL de 1955, Santiago Cifuentes, el periodista que destapó el caso Furlong, pegó su enorme nariz a la ventanilla y observó la casa. Por supuesto, nada que ver con la suya, donde vivía solo, olvidado por su hija y por el dinero, pero no por los acreedores. El periodismo no es lo que era, ni siquiera para los guardianes de la profesión, siempre tan comprometidos como Cifuentes, un reportero por cuenta propia que todavía creía en el valor de su trabajo y en su libertad, capacidad de denuncia y en su talento para remover conciencias.

Se protegió como pudo de la lluvia y del intenso frío de enero y, blandiendo su maletín, corrió hacia la puerta principal. Allí le esperaba la adusta figura del secretario de Augusto de Lorenzo, dueño Industrias Reunidas, reconocido coleccionista de arte y uno de los hombres más poderosos, influyentes y adinerados de Europa. Le acompañó hasta el despacho principal, una estancia amplia, de techos altos y decorado por aquí con retratos de rostro serio, por allá de un Chillida y un Tàpies, y muebles de caoba de estilo neoclásico. Una mezcla que no agradaba demasiado a Cifuentes. Sentado tras una gran mesa le esperaba de Lorenzo.

– Ante todo le agradezco que me haya recibido–, dijo Cifuentes después de que el secretario les dejara a solas.

– No me gustan los periodistas–. Sonrió mostrando unos dientes amarillos, grandes y desiguales. Cifuentes se preguntó cómo un hombre así haría tenido éxito en los negocios y él no.– Sobre todo usted. Me han dicho que es bastante, digamos, inquisitivo.

– Hago mi trabajo lo mejor que puedo. No es fácil en los tiempos que corren.

De Lorenzo carraspeó violentamente y se disparó la dosis correspondiente de antiasmático. Cifuentes comprendió que a aquel hombre le quedaba poco para abandonar este mundo y, por tanto, sus negocios. Ante el hecho de que no tuviera descendencia, el mundo quedaría huérfano y feliz tras su muerte.

La conversación transcurrió tranquila. De Lorenzo, contra todo pronóstico, se encontraba relajado por vez primera frente a un periodista que iba tirando del hilo con exquisita destreza, producto de años dedicados a sacar información de la manera más sutil. En un momento de la conversación, cuando el magnate hablaba de la situación del mercado del arte, se levantó penosamente de su asiento ayudado por un robusto bastón decorado con una cabeza de pato de marfil y caminó hasta una caja fuerte escondida en un rincón. Introdujo despacio la combinación y, de entre documentos y algunos fajos de billetes, extrajo una diminuta pintura enmarcada que, dijo, era de Leonardo Da Vinci. Mientras Cifuentes la observaba y hacía preguntas al millonario, de Lorenzo se inclinó con un aullido de dolor casi imperceptible, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Cifuentes estaba paralizado. Se agachó y comprobó que el millonario había muerto. El periodista tardó unos segundos en reaccionar mientras maldecía en voz baja. Se puso en marcha. Extrajo de los bolsillos de su gabardina sus guantes de piel y se los ajustó en las manos. Comprobó que la puerta del despacho seguía cerrada y que no se oía a nadie cerca. En dos zancadas se colocó delante de la caja fuerte, dio un suspiro y comenzó a coger el dinero. Había veinte fajos de quinientos euros, y calculó que cada uno debía tener doscientos billetes. Así, por encima, debía haber un millón de euros. Cifuentes los guardó en los bolsillos interiores de la gabardina y en su maletín, colocó el cuadro de Da Vinci en el interior de la caja y la cerró. El cuerpo del magnate permanecía inmóvil boca abajo. Cifuentes lo giró sobre sí mismo hasta que los ojos abiertos del cadáver miraron al techo. Sin duda, ésa era una mejor imagen. Se quitó los guantes y volvió a guardarlos, esta vez en el maletín. Extrajo de él una Nikon compacta y tomó unas cuantas imágenes. Cuando hubo cumplido con su misión, abrió la puerta y gritó que de Lorenzo había sufrido un ataque al corazón.

domingo, 19 de febrero de 2012

Nuevos aires

Federico Dominicci empezó a trabajar como corredor inmobiliario por casualidad, estaba en tercer año de la carrera de Publicidad cuando un amigo de su abuela Clementine le pidió que mostrara un inmueble de lujo. Lo que tenía que hacer era muy sencillo: estar en el sitio a la hora acordada, mostrar la propiedad y explicar condiciones de la negociación. La venta fue rápida y Federico recibió por ella una jugosa comisión. A partir de ese día él decidió hacer de esto su profesión.

Un buen día, cuando las ventas ya no iba tan bien, Federico recibió una carta donde le notificaban que era el único heredero de su abuelo Garspard Perrin. Esta carta le pareció una señal de cambio y siguiendo un impulso se embarcó al viejo continente.

Al llegar al viñedo de su abuelo, Federico empezó a sentir síntomas de alergia, entre estornudo y estornudo, apenas pudo presentarse a sus nuevos empleados. Cuando entró al château[1] se dio cuenta que este no era el castillo que había imaginado, aunque era bastante grande tenía un aspecto campestre, no habían cuadros antiguos ni obras de arte, las únicas piezas de roble eran las barricas que se encontraban en la bodega de vinos. En ese momento empezó a echar de menos el lujo al que estaba ya acostumbrado.

Los medicamentos para la alergia unidos al jet lag hicieron que Federico durmiera hasta las cuatro de la tarde del día siguiente. Al salir de su habitación escuchó comentarios nada halagadores entre un grupo de trabajadores de la finca:

— Es demasiado joven para llevar un viñedo como este — afirmó un anciano.

— ¡Vaya forma de vestirse! ¿Será que cree que aquí va a trabajar en una oficina? — dijo otro.

— Con solo verle se nota que es un perezoso — comentó luego la cocinera.

Federico pasó frente a ellos mostrando su mejor sonrisa, como si no hubiese entendido nada. Aunque hablaba muy bien el francés, prefería comunicarse con el personal de la finca a través de monosílabos. Necesitaba tiempo para enterarse cómo llevar el negocio y quería escuchar lo que decían de él los empleados.

De cada comentario que escuchaba, algo le quedaba muy claro, todos echaban de menos a su fallecido abuelo.



[1] Château: (fr) Castillo

Gaspard Perrin

En el invierno de mis 22 años, aprovechando que las viñas estaban en reposo invernal, papá me envió a París. Queríamos descubrir nuevas técnicas para comprobar la humedad del suelo. Nuestros vinos eran los mejores de la comuna de Saint-Estèphe, la calidad de nuestras uvas habían mejorado los últimos años gracias al novedoso sistema de riego que, en temporadas anteriores, implantamos mi padre y yo.

Fue durante ese viaje que conocí a Clementine, una chica italiana estudiante de la Sorbonne que frecuentaba la Biblioteca de Paris.

Al acercarse la primavera se abrían los primeros brotes de las viñas, su aroma se colaba a mi habitación junto al de las grosellas. No podía dormir, solo pensaba en aquella chica, pasaba las noches escribiéndole y durante el día no tenía cabeza para los proyectos de la finca. Al cabo de dos años ella obtuvo el título de Licenciatura en Letras y nos casamos. El calor de hogar volvió al Château Montrose.

Una noche de otoño fui a buscar a mi padre para cenar, lo encontré empapado, había caído al río por accidente. Clementine cuidó de él mientras yo hacía el trabajo que había dejado a un lado los últimos meses. La neumonía se llevó a mi padre, pero a los pocos meses nació Frantziska.

Mientras mi hija crecía yo trabajaba para conseguir el sueño de mi padre: Producir el mejor vino de Burdeos. En las noches de insomnio salía a comprobar la temperatura de las uvas o me iba a pasear por la bodega, podía estar días sin dormir. Cuidaba del viñedo como si fuese el único miembro de la familia Perrin que me quedaba.

Durante el poco tiempo que pasaba con mi mujer, ella no paraba de quejarse. Me reprochaba que ya no la llevaba a la ciudad, que se sentía sola, que casi todos los libros que teníamos hablaban de vinos y no tenía ya que leer.

Era primavera y una gota de lluvia cayó sobre mi mejilla, volví a casa por un beso de mí pequeña Frantzis, pero era tarde, en la mesa de noche había una nota fechada hace tres días:

«Nos vamos a Italia con mis padres.

La vida de campo no es para nosotras.»

Hoy saboreo un Château Montrose de 1961, ganador del Premio al Mejor Vino de la Comarca; delicado, sutil y elegante, como mi añorada Clementine.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Un restaurante en Barcelona


Yolanda dejó de remover el azúcar de su café aún caliente y me miró con ojos incrédulos.

– Te estas quedando conmigo, ¿no?

– No. Me marcho. Estoy cansado del periódico.

– No me lo puedo creer, Luis. ¿A que viene esto?

– Bueno… Llevo dándole vueltas mucho tiempo. Ha llegado la hora de eh… dejarlo, de marcharme, de abandonar. Estoy cansado de la parcialidad, de las noticias por conveniencia, de que me obliguen a publicar eh… cosas absurdas solo porque generan publicidad. Harto de que los temas sean refritos de hace dos años, de periodistas que se creen buenos y dirigen el barco, de intrusos sociólogos, psicólogos o ingenieros que encima cobran más que yo. Estoy cansado de no publicar lo que quiero, de tener noticias y que las paren porque eh… afectan a tal o cual amigo, o a tal o cual inversor. No puedo admitir cobrar como becario y trabajar como un eh… esclavo.

– Ya veo.

– Voy a olvidarme de todo y cambiar de aires. Me marcho a Barcelona. Quizá pueda montar allí algo con Oriol, a lo mejor un restaurante. Quería que fueras la primera en saberlo antes de comunicárselo a Manuel y se haga oficial.

Yolanda escuchaba y no me miraba. Quedó en silencio observando la espiral ocre que formaba la espuma de su café. Habíamos hablado muchas veces acerca de nuestra situación en el periódico, conocía mi opinión sobre el periodismo y sobre mi maltrecha relación con el director. Pero ahora pensaba en otra cosa y eso iba a ser lo más difícil.

– ¿Y qué pasa con nosotros?

En efecto, pensaba en otra cosa.

– Mira, no voy a arrastrarte conmigo. A ti te gusta esto. Te gusta escribir, te implicas en lo que haces, crees en el periodismo, puedes llegar lejos.

Bajó la mirada. El pelo cayó sobre su cara ocultándola parcialmente. Un haz de luz se colaba por una ventana alta del restaurante, iluminaba su cabeza y bajaba hasta calentar sus hombros apenas cubiertos con los tirantes de un vestido azul. Miré a mi alrededor en busca de algún pájaro que nos pudiera delatar y cogí su mano, suave, fina, de dedos largos y uñas mordidas. Intentó decir algo pero me adelanté.

– Yolanda, vas a casarte en medio año. Sabes que eres especial para mí pero eh… nunca vas a abandonar a Juanjo. Hace cuatro meses me di un respiro con Lucy, creía que después de un año esto podía llevarnos a algún sitio pero me temo que no es así. Eres una mujer increíble pero…

– Pero no me puedes prometer amor eterno–, terció envalentonada.

– Eso te lo dije al principio. El día después. Ninguno de los dos sabíamos dónde eh… iba a llegar esto y sabes que luego te he demostrado lo contrario, y he hecho más de lo que has hecho tú. Eres tú la que no me lo puede prometer.

Me puse en pie pensando en escenas similares con Susana y Pilar, también redactoras del periódico, aventuras de un par de meses de las que nadie sospechó. Por eso sabía que las tormentas amainan. Dejé un billete de veinte sobre la mesa y pregunté si regresábamos a la redacción.

– Me quedo aquí un rato si no te importa.

Di el último sorbo al café frío y salí a la calle. De camino a la redacción consulté los mensajes del móvil. El primero era de Oriol confirmándome que tenía el informe que implicaba al Consejero de Hacienda en la trama de facturas falsas. Lástima de exclusiva. Luego volví a abrir el que Lucy me había enviado dos días antes. En un perfecto inglés leí: “Me marcho a Barcelona. Me han ofrecido un trabajo de traductora. Estaré en el Hotel Ventura un par de semanas”.

Amor e ira

En fin, uno más, este sí leido en voz alta. Corresponde al ejercicio de adjetivos y antónimos.

Me llamo Andrea aunque, incluso ahora, quince años después de conocer a Peter Panwell en Irlanda, todos me llaman Wendy. Un apodo que hacía referencia a lo evidente, pero que, en opinión de Pete, me definía. Decía que mi aspecto era delicado y que me movía despacio, levitando sobre el suelo, con la gracilidad de una bailarina, como la niña de la película infantil. Lo susurraba mientras acariciaba mi pelo con suavidad, convirtiendo sus dedos en improvisado peine que cepillaba mi cabello claro, deslizándolos hasta que a media espalda se liberaban de los intrincados rizos. Después continuaba interpretando su melodía en los nudos de mi espalda con tanta cautela como con la que se protege a un pájaro herido. En mi delgadez me sentía obesa de placer.

El sobrenombre, incluso, me explicaba de una manera más precisa. Desde niña había soñado con que mi vida sería como un cuento. Tenía una especial predilección por las princesas y las hadas y los finales felices. Aun hoy guardo celosamente en mi memoria la voz de la abuela Clara gesticulando el sufrimiento de Cenicienta o imitando la huída de Blancanieves en el bosque. Yo quería ser como ellas, viajar a Nunca Jamás, ser raptada por Garfio y rescatada por Peter Pan. Todo pareció tener sentido cuando conocí a Peter Panwell. Pensé que el destino me guiñaba un ojo y hacía cómplice de mis sueños. Había encontrado a mi hombre, viviríamos felices y no me volvería a sentir una extraña en aquel país de locos.

Nos casamos, sí, pero todo se desmoronó en poco tiempo. Peter comenzó a ausentarse más de lo habitual, me sentía muy sola agazapada en el dormitorio entre las algaradas de violencia en las calles de Derry. Me abandonaba sin importarle mi estado, no me llamaba en días y no respondía a ninguna de mis acusaciones. Quería saber si había una mujer, pero no respondía. Cada vez hablaba menos, y cuando lo hacía era por teléfono, con quién sabe quien y casi en clave.

Su comportamiento cambió radicalmente. En una ocasión me golpeó con fuerza tirándome al suelo, me agarró del cuello y me ordenó que me callara. Algo en mí murió aquella noche. No dejé que me lo volviera a hacer. Al día siguiente volvió a marcharse y yo hice la maleta. Viajé a la casa que una amiga española compartía con una tal Cathy Mulberry, en las afueras de Dublín. Jamás volvería a ver a Pete, había tomado una decisión. Y me propuse no depender jamás de ningún hombre. Podía encontrar yo sola mi país de nunca jamás, mi palacio de la ml y una noches, la casita de chocolate.

Supongo que fue fácil encontrarme. El 28 de octubre de 1978 dos agentes de policía aparecieron en el apartamento de Shandon Park Road donde llevaba viviendo un par de años. Tras mostrarme su placa me informaron con frialdad que Peter Panwell se encontraba recluido en la prisión de Mountjoy, en Phisboro, en pleno centro de Dublín, a sólo tres calles de donde vivía. Había sido detenido por pertenencia a banda armada y le acusaban de ser el autor de varios atentados en Derry y Belfast reivindicados por el IRA.

- Fue detenido hace dos semanas cuando intentaba embarcar hacia Nueva York-, informó el más alto. De momento está con la preventiva, pero le caerán unos cuantos años.

- ¿Sabe él que vivo aquí?

- No señora

Suspiré.

- No quiero saber nada de ese malnacido. Que se pudra en la cárcel. Rompió mis sueños y provocó que perdiera el bebé que esperaba. Díganle, por favor, que no me encontraron.

Margaret Flynn

Hola amigos. He aquí un texto que no he leí en clase porque hice tarde el ejercicio de presentación de personajes (o algo así). Me salió más largo, pero lo he reducido a casi la mitad, por deferencia hacia los lectores perezosos :)

Quiso la casualidad que una desapacible mañana de febrero Martin Mansworth, un granjero de Wichita de aspecto peleón y resabiado, encontrase el manuscrito que Margaret Flynn escondiera un siglo atrás en la hacienda de Talbott Ends. Limpió la cubierta con sus ásperas manos y leyó el nombre de Margaret Flynn delineado con trazos finos y tirabuzones, lo que podía colocar a aquellas letras en el escalafón del arte más que de la escritura. Bajo el nombre, una fecha: 25 de junio de 1904.

Para Martin, abrir el manuscrito fue como descubrir el interior de un cofre con relucientes monedas de oro con la efigie de un rey español, como las que alguna vez había visto en en revistas como American History o America Heritage. El libro era una sucesión de hojas polvorientas y quebradizas unidas de forma artesanal con hilo de bramante, que abrazaban el lateral izquierdo dibujando una extraña forma en zigzag, formando emes irregulares, o quizá un paisaje de colinas de diferente altura sobre un fondo ocre.

Martin trasladó su tesoro a la casa despacio, midiendo sus pasos de vaquero. Retiró el ordenador portátil de una de las mesas del gran comedor y depositó con suavidad en ella las apenas cuarenta páginas que se le habían revelado en el granero. El rudo caballero del sur, que trataba a las reses de forma despiadada y podia enfrentarse a cuatro hombres a la vez con sus puños, se sentó frente al manuscrito. Descubrió su cabeza de cabello diminuto y cano con un gesto que parecía una reverencia dirigida a una dama con la que se desea bailar, tiró el sombrero al suelo, aplastó el puro en un cenicero y permaneció observando las páginas de hito en hito, inmóvil, incapaz de hacer nada, considerando que, quizá, podría ser demasiado valioso para tocarlo. Su mujer, acostumbrada a sus gruñidos roncos y gestos exagerados, se sorprendió al verlo tan callado.

- ¿Se puede saber qué haces?– preguntó. Emily no recordaba haber visto nunca a su marido tan callado. Pasaron unos segundos hasta que su marido se dio cuenta de que estaba allí su mujer.

- ¿Has oído alguna vez el nombre de Margaret Flynn?–, inquirió entornando los ojos. –He encontrado esto–. Y abrió sus enormes manos en dirección al manuscrito, como si estuviera bendiciendo un cáliz.

Su mujer se acercó curiosa.

- Es un manuscrito de hace cien años–. Martin abría sus diminutos ojos negros mientras se le acentuaban las arrugas de la frente. –Lo escribió una tal Margaret Flynn a principios del siglo pasado. Alguien lo escondió en el granero quién sabe por qué. No creo que fuera ella misma.

Emily asintió fingiendo interés en lo que decía su marido.

- Deberías informar al sheriff, ¿no?

- En absoluto. No creo que deba saberlo nadie, hace más de 20 años que compramos los veinte acres de tierra y lo que hay dentro. Asi que el libro estaba dentro del lote original y aquí se queda. Es un tesoro.

Martin Mansworth, pensó Emily, tenía una personalidad atípica. Se había casado con un hombre que carecía de las inquietudes normales de los ganaderos de la zona y la desconcertaba, porque ella no era así en absoluto. La figura ruda de su marido, modelada por el polvo y el olor a caballo, que lo llevaba impregnado hasta en el nacimiento de sus uñas, ocultaban un exquisito gusto por la literatura y la historia. Cualquier hombre en millas a la redonda podía disertar sobre las mejores semillas o la mejor época para plantar maíz, pero nadie podría haber adivinado quién demonios había sido Montesquieu o Maximiliano I. Martin almacenaba cientos de libros en una habitación convertida en biblioteca, donde los volúmenes y las revistas se apilaban formando algo parecido a edificios religiosos, altos y profundos. Los ojos de Martin habían absorbido miles de líneas formadas por millones de palabras. Podía pasar días enteros sentado en el porche leyendo libros que ella jamás leería, incluso recitar pasajes de La Odisea o poemas de Byron. Era curioso por naturaleza y, muy a su pesar, Margaret Flynn había abierto la espita dejando que penetrase en él un torrente inesperado de preguntas sin respuesta.

- Debo averiguar quién fue Margaret–, masculló entre dientes.

Al amanecer, el motor del viejo Chevy crepitaba bajo un cielo que anunciaba lluvia. Martin besó a su mujer y dijo que volvería pronto de la ciudad. No se lo dijo pero ella lo sabía: el cabezota de Martin averiguaría qué se ocultaba entre los dibujos y las palabras de Flynn.

domingo, 12 de febrero de 2012

De vuelta al campo

En el tren rumbo a Tompeloup, Federico escuchaba en su iPod una selección de sonantas de Charles Ives, mientras contemplaba el rio Garonne que, junto a la naturaleza, desfilaba frente a su ventana. La cafetería estaba en el vagón contiguo, en el cristal podía ver el reflejo del ir y venir de los pasajeros. Federico se sintió solitario, los recuerdos empezaron a surgir en su memoria.

El púrpura de la puesta de sol sobre los viñedos, era igual al que tantas veces le describió su yaya. Lo que nunca había podido imaginar era que el cascarrabias de su abuelo, a quien jamás conoció, le dejaría como herencia el trabajo de toda su vida; por lo que fue capaz de hacer a un lado no solo a su esposa, sino a sus propios hijos.

Un sentimiento de desolación volvió a su pecho, pero era incapaz de llorar, Federico no recordaba la última vez que había salido una lágrima de sus ojos.

El tren entró en un túnel y al salir de él ya se había hecho de noche. Próxima parada: Margaux.

Buscó en su maletín un estuche de piel verde y extrajo de él Las desventuras del joven Werther, una de sus posesiones más preciadas, lo primero que metió en su maleta al emprender este viaje a una nueva vida. Su portada y cada una de sus páginas estaban en perfecto estado, solo en el tono amarillento de sus hojas reflejaba el paso del tiempo. En su interior había una dedicatoria:

Para Fede, el Insensible:

Si esto no te hace llorar, ¡nada lo hará!

¿Habrá sido una señal de María Margarita?, regalarle este libro antes de esfumarse de su vida. Ella seguía anclada en su recuerdo, hace doce años que no sabía nada de ella, pero su ausencia sigue siendo una tortura para su corazón.

Federico seleccionó al azar una de las cartas del libro, había decidido compadecerse del atormentado protagonista lo que restaba del viaje.

miércoles, 8 de febrero de 2012


SEMBLANZA



Desde su infancia ya marcó una fuerte personalidad que a día de hoy se verifica gracias al alcance de tantos logros. Aprendió a convivir con el riesgo, ya con solo diecisiete años empezó a trabajar para valerse por sí misma cuanto antes y rechazó la posibilidad que tenía al alcance de terminar los estudios.

Mujer clara, media estatura y un rostro guapo. La idea de romper con todos los esquemas la avivó y comenzó su proyecto de vida. Siempre tuvo muy claro el concepto de trabajo. Amable, cercana, libre y fiel a su reflejo. La lucha continua marcó la fortaleza que hoy se ve reflejada en sus ojos color miel y sus palabras. El divorcio le causó una nueva experiencia que gracias a su entereza consiguió que sus hijos aceptaran el abandono de su padre. Su pasión por sus hijos hizo que no existiera cansancio ante el trabajo y que éstos no conocieran carencias ni dolor hasta que llegaran a ser adultos y lo experimentaran por sí mismos.

En medio de sus múltiples actividades aún tenía tiempo para dedicarse a sus aficiones, la pintura y las labores, demostrando su talento.

Le encanta los retos, experimentar, aconsejar, dibujarse sueños y cumplirlos.

El encuentro con otro hombre relajó la expresión de su cara marcada por la preocupación. En situaciones extremas hizo gala de una enorme fuerza de capacidad y voluntad. Sus seres más cercanos la definen como una mujer profundamente humana y sencilla. Posee una gran sensibilidad y arte para entenderlo todo. Supo transmitir una serie de valores cuyos beneficios se multiplican en la actualidad

Sueña con vivir su etapa de jubilada en un pueblecito de la sierra, pero siempre cerca de los suyos.

martes, 7 de febrero de 2012

Curro había jugado varias competiciones de chapas y canicas y había perdido. El, que era un campeón, ¡había perdido! estaba claro que no era uno de esos días para recordar. Si ya tenía ojos negros gigantes, por motivo de su asombro aumentaron de tamaño como unas diez veces más, cuando encontró a la chica de sus sueños a carcajada limpia de la mano de aquel gamberro llamado Nico, y tampoco fue buena idea comerse en medio de clase la chocolatina derretida en el libro de matemáticas, lo que le ocasionó un castigo monumental, de esos que tienes que escribir cien veces lo que se le antoje al profesor. Al salir del colegio se dio cuenta de que había olvidado el cuaderno de ejercicios en la cajonera, iba a buscarlo cuando escuchó un grito.

-¡Curroooo! - Uno de sus mejores amigos le estaba esperando en la puerta en una preciosa bicicleta con dos asientos y cuatro pedales, se olvidó del cuaderno y corrió hacia él, enredándose en sus cordones mal atados y en su fastidio. Tenía el ceño algo fruncido, tal vez por el castigo, tal vez por conservar solo dos chapas y tres canicas. A Curro le gustaba vestir cómodo, casi siempre se le veía con una camiseta a rayas y unas bermudas anchas de color avellana a juego con su pelo. Al llegar a casa estaba la señora Nina que acababa de preparar unos estupendos huevos fritos con puntillitas por los lados y casi dorado. - Mmmmmmm ¡que ricos!-

-¡Un halago para mi paladar después del mal sabor de boca que me ha dejado este día!- sonrió y suspiró.

Después curro se marchó a su cuarto y apagó la luz, aunque dejó una lucecita encendida y se durmió.


 

 

 

Un día limpio

Seguía la señora repartiendo sus folletos entre los transeúntes a pocos pasos de la tintorería, al verle, Federico se da cuenta que había olvidado el recibo. Con cautela e inclinándose un poco hacia adelante cruza de nuevo la puerta de la tienda, allí estaba la misma chica, pero en su rostro no quedaban huellas de la expresión de picardía que había tenido hacia él hace un instante. Un cliente octogenario estaba reprochándole, de muy mal genio, no haber eliminado la mancha de su traje y la dependienta parecía no tener palabras que sirvieran calmarlo.

Federico da entonces un paso hacia adelante, toca el hombro del anciano para atraer su atención y le dice:

— Caballero, perdone que le interrumpa, ¿es usted el padre de Jean Bernard? …¡Sí, el mismo del famoso comercial de TV!

— Yo no salgo en ningún comercial, ¡no sé de que me habla jovencito! — le replicó el anciano, algo extrañado porque hasta ahora no se había percatado de su presencia. Parecía entonces estar tomando aire para reanudar el discurso donde lo había dejado.

— Señor, no me diga que no es usted, no puedo estar equivocado — le dice Federico antes que el hombre pudiera decir palabra alguna.

Omitiendo una respuesta, el anciano se limita a lanzarle una mirada fulminante y encausar de nuevo su atención a la dependienta, que estaba ahora, mas que todo sorprendida. Era la primera vez que ella escuchaba a su enigmático cliente decir más de dos palabras.

Imitando al actor del comercial, Fede dice a todo pulmón:

— Jean Bernard, ¿se puede saber que has hecho con la lavadora que ahora no para de lanzar espuma?... ¿Es así como le grita a su hijo? ¡Es genial!, simplemente genial — comenta con una gran sonrisa.

La expresión de disgusto en el ajado rostro del anciano le cedió paso a una contenida sonrisa.

— Señorita, disculpe mi comportamiento, he exagerado un poco. Por favor, dígame cuánto le debo.

— Ya le he dicho que no es nada señor, sentimos mucho no haber conseguido los resultados que esperaba.

— Hasta luego – dice el hombre antes de abandonar la tienda.

— Vuelva pronto — contesta ella, mientras le guiña el ojo a Federico.

— Muchas gracias señor Dominicci, supongo que ha vuelto por su recibo – dice la chica mientras extrae el comprobante de la caja — ¡Aquí lo tiene!

— Así es Gretel — contesta él luego de mirar el nombre en la placa que estaba prendida en su blusa. — Pero por favor, no me llames señor. Apenas acabo de cumplir los treinta.

La chica parecía haber olvidado el incomodo incidente, ahora solo le quedaba la curiosidad, que crecía con cada palabra que salía de los labios de Federico.

El Soldado

      La noche había devuelto el sosiego a la ciudad ocupada. El toque de queda había sonado ya, y sólo el acompasado caminar de los soldados, vigilando las calles, interrumpía  el silencio.
-¿Porqué nos han invadido?¿Porqué a nosotros que vivimos en el rincón más olvidado de Francia? -se habían preguntado sus habitantes durante todo el día
-¿Y porqué no? -reflexionaron más tarde, pasada la sorpresa
     Ahora, resignados, intentaban dormir para escapar de aquella pesadilla,  al menos durante un tiempo.
    Sin embargo, Renée no lo conseguía. Ya llevaba un par de horas dando vueltas en una cama extraña, aunque no era esa la razón de su insomnio; ella era médico, médico de cabecera, acostumbrada a pasar noches junto a sus enfermos;   durmiendo a saltos sobre cualquier mueble que pudiera utilizar como lecho.
     Al fin, se levantó contrariada y se vistió aceleradamente para dirigirse después a su despacho, situado en la planta baja de la vivienda. Según descendía las escaleras,  los lamentos del soldado que ella había abandonado  le martilleaban la cabeza.
     Se le habían entregado aquella mañana, con heridas que necesitaban inmediata atención,  para poder arrebatárselo a la muerte que le cercaba. Ella había cumplido con el deber que le exigía su profesión sin mirarle a la cara, como si fuera uno de aquellos cadáveres sobre los que tuvo que aprender su labor cuando aún era una estudiante.
     Al anochecer se había refugiado en el extremo de la casa más alejado del lugar donde él yacía sólo, sin ignorar  que cuando despertara de la anestesia los dolores iban a ser terribles. Pero  no quería que sus gritos la atormentaran. El odio, el resentimiento cerraban el paso a la compasión que ornaba su carácter.
"Es un soldado alemán, el eterno enemigo de mi tierra, no se merece mi ayuda" -se había repetido hasta creerse convencida.
     Pero ahora estaba junto a él y mientras le inyectaba un calmante para aliviarle, le miró. A su pesar, se sintió conmovida por aquél rictus de sufrimiento que atravesaba su rostro. Era idéntico al que veía en sus pacientes. "Cómo nos hermana el dolor" -pensó.
     Ella era una mujer joven y menuda que se movía con la rapidez de una ardilla. Tenía el pelo rubio y muy corto. Sus facciones no resultaban especialmente hermosas a causa de su nariz respingona y sus labios demasiado finos. Pero él nunca olvidó la mirada cálida y el color verde de los ojos con los que tropezó,  al despertar, aquella mañana que les estrechaba a los dos en la misma luz de su amanecer.