Rodrolo iba conduciendo por Madrid como solía. Sin intermitentes en el cambio de carril, asiento muy separado del volante, respaldo demasiado inclinado hacia atrás. De esa forma y con su estatura, no era extraño ver gente sobresaltada en las aceras al ver un coche en plena efervescencia de embrujo de tan autónomo que parecía. A la altura de la Estación de Chamartín vio un vehículo estacionado en el arcén, las luces de emergencia palpitando y el conductor lamentándose. Rodrolo tenía una acusada inclinación hacia el buensamaritanismo, inexistente acepción con la que, si el lector me permite, definiré su espíritu de vocación hacia el prójimo.
El acento del hombrecillo, forzado o no, le delataba como italiano. Vestía con traje de raya diplomática, camisa blanca y zapatos brillantes. Un pincel, en definitiva, que contrastaba con la brocha gorda que invariablemente era Rodrolo: pantalón de chándal, sudadera y zapatillas de deporte, que así iba cómodo a cualquier parte, ya fuera a trabajar, a fiestear o a reunirse con el mismísimo sultán de Brunei. El italiano le contó que era representante de una conocida marca de moda, el coche se le había averiado, que necesitaba llegar al aeropuerto enseguida porque volaba a Milán, que llegaba tarde y no tenía dinero. Y que por ser Rodrolo quien era, le ofrecía unas cazadoras de cuero que, fíjese, no puedo facturar y se las dejo a precio de saldo. Doscientos cincuenta euros por tres cazadoras de factura, en apariencia, impecable, de piel italiana de primera, rematadas con la precisión que sólo un diseñador de renombre puede lograr. Rodrolo, siguiendo su costumbre, apenas preguntó, agarró las prendas al vuelo después de abonar la cantidad (¿llevabas esa pasta en el bolsillo del chándal?) y salió convenciéndose a sí mismo de que había hecho un gran negocio.
– Parece mentira que seas todo un ingeniero de telecomunicaciones, todo un jefe de ingeniería, y seas tan tonto–, le dije cuando le vi en su casa unos días después.
– Que no, que son buenas. Si se nota cuando las tocas.
–Sí, claro, se nota. Donde esté el plástico que se quite la piel. Y no hay más que ver la etiqueta. Joder Rodrolo, mira, pone Anamani.
- Será la hermana del italiano,- se carcajeó.
- Eres gilipollas.
Rodrolo siempre encajaba los golpes con mandíbula batiente. Podías estar llamándole la cosa más fea del mundo que te devolvería una sonrisa y un encogimiento de hombros.
– ¿Pero molan o no molan? –dijo señalando las prendas colocadas sobre su cama deshecha, tan desordenada como el resto de su casa.
– Hombre, doscientos cincuenta euros por auténtico plástico italiano es una ganga, no lo dudes. Vamos, que si fueran de mi talla no saldría sin ellas, una encima de la otra, por si alguien pudiera entrar en casa y las robara cuando yo no estuviera.
Si de algo sirvió el incidente fue para que Rodrolo entrara de lleno en el mundo de la moda, eso sí, por la puerta de atrás, la de plástico. Todos sus amigos se alegraron sobremanera el sábado siguiente cuando le vieron aparecer enfundado en una de las chaquetas Anamani y no en el chándal de estar por casa al que les tenía acostumbrados. Se congratularon porque, a partir de ese momento, no se quedarían fuera de los garitos, avergonzados, porque la oveja negra del rebaño no vistiera de manera adecuada para entrar en según qué sitios. No recuerdo cuánto le duró la fiebre del bienvestir, lo cierto es que el plástico italiano, y no es por nada, le daba un glamour que jamás había tenido.