En la calle República 73 vive un hombre obeso con síndrome
de Diógenes. Por el aspecto de las fotos apenas alcanza los cuarenta años y,
según sus vecinos, que nada conocen de filósofos griegos, bastante tienen con
sus estrecheces, su cabeza no funciona como debiera.
El vecino del segundo B entorna la puerta y habla en voz
baja. Me cuenta que ese fulano, no lo puedo definir de otra forma, usted me
perdonará, apenas sale de su apartamento y, cuando lo hace, siempre de
madrugada, evita el ascensor bajando por las escaleras con parsimonia, bien
agarrado a la barandilla, temiendo quizá caer rodando por ellas. Otros destacan
que todo empeoró con la muerte de su madre y que, desde entonces, anda
basureando a los vecinos, como si un demonio hubiera tomado posesión de su
redondez. Y todos se quejan de la insoportable fetidez que se escapa de su
apartamento. Una tufarada huye de entre esas cuatro paredes, incapaz de
convivir con su creador, para después hacer de la finca su habitat natural y
perfumarla con la auténtica esencia de un vertedero en verano.
– No se relaciona con ningún vecino –me dice el portero de
la finca. –Lo peor es el olor que desprende.
– Apesta a sudor rancio y a queso curado. A orín de gato,
no sé, a mano de pescadero –relata el joven del primero C, sin duda un
aspirante a poeta.
Por allí circula el trabajador social del Ayuntamiento, el
único que, según parece, ha entrado en la casa, el único que ha logrado obtener
su confianza.
– Imagine bolsas de basura acumuladas, restos de latas, botellas
de plástico, cajas de pizza, jirones de ropa, huesos de pollo secos... No sé,
hay objetos que recoge de los cubos de basura, en su habitación apenas se ve la
cama y el baño tiene restos fecales. Vi unas cuantas ratas y las cucarachas se
han hecho fuertes en la cocina. Es lo que tiene su enfermedad, uno se olvida de
la higiene y se dedica a acumular.
– No quiero imaginar el olor –digo con cara de asco.
– Ya sabe, es de lo que se quejan los vecinos. Yo tuve que
entrar con guantes de látex y mascarilla. Y aunque me puse hojas de menta en la
nariz, la podredumbre y la pestilencia me golpeaban aquí –y se señala entre los
ojos, donde termina su nariz afilada. –No se puede hacer nada para desalojarle.
Y lo peor es que no se da cuenta del problema y no quiere ayuda.
Los propietarios se reúnen periódicamente y se indignan y
amenazan con tomar represalias y llaman a su puerta y le instan a que salga y
perfuman el descansillo y esperan alguna señal procedente del interior de la
vivienda y se desesperan y gritan y deciden volver al día siguiente con fuerzas
renovadas. Y por las noches, no todas, el hombre que viste de negro abre la
puerta con dificultad a causa de la basura acumulada y baja las escaleras con lentitud mientras se confunde con las sombras del pasillo, mientras su barba
descuidada pendulea repartiendo fragancia de halitosis, mientras su coleta
interminable esparce un olor reconcentrado de piojos y liendres, mientras cada
uno de sus pasos levanta humaredas invisibles de pestilencias de compost y
axila de muerto. Abre la puerta del zaguán y camina, dejando tras de sí,
enredados en las sombras del edificio, efluvios flotantes que, con el silencio,
caen despacio para depositarse después silenciosamente en el suelo.