martes, 31 de enero de 2012

semblanza 1:

Bastó que el cielo se iluminara con un gajo violeta, para reencontrarme contigo. Me alejé del frío de la ciudad, para acomodarme en primaveras lejanas, acotadas por tus ojos.

Ahí estaban, pequeños, siempre curiosos, encarcelados bajo esas lentes de pasta, que te otorgaban esa línea de intelectualidad, no sólo aparente, ya que amabas los libros. La literatura española era tu gran pasión, con tu adorado Garcilaso, tu Valle de las tabernas, o el caballero tornado en loco.

Todas las semanas bajabas al rastro a comprar esos libros de viejo, que tanto te gustaba revolver, rescatándolos del olvido de los cajones.

Además, tu hablar tranquilo, la torpe juventud de tus manos, y las noches cálidas, donde las confidencias iban y venían como saltimbanquis, alborotaron el corazón de una mujer oscura.

Ahora, las palabras son inexistentes, pero de vez en cuando, el cielo se tiñe de nostalgia.


semblanza 2:

Otro día.

Ensarta, como si de un puzle se tratara, las piezas del recuerdo.

Todos eran muy jóvenes, una pandilla de universitarios alegres, abiertos a la vida. Formaban un grupo heterogéneo, compuesto en su origen por compañeros del colegio, a los que se fueron agregando amigos de esos amigos, y otros, arrimados por alianzas diversas.

De todos, él era “el chico listo”, una combinación de sensibilidad y ciencia, poeta y aspirante a matemático. Ellos, admiraban su inteligencia, el incontrolado impulso lector. A las chicas, les seducía sus ojos, que aunque pequeños, parecían iluminados. Siempre dispuestas también las manos o el hombro, lo que hiciera más falta para aliviar desatinos emocionales.

Las noches de verano en Madrid eran calmas, y propiciaban el encuentro de las palabras, así pudo descubrir su cercanía, su manera de escuchar, generosa y atenta, y también, por desgracia, lo de su novia, esa chica que estaba en el pueblo, físicamente desconocida por todos, pero testigos involuntarios de sus encuentros telefónicos. Al volver de la cabina, su rostro era neutro. No albergaba ninguna emoción, ni desataba comentario alguno.

En la distancia, ella. En la ciudad, lenta y consentida, se fue creando una liana de sentimientos, un fajo de sorpresas a la vista del grupo; ya no escondían ni los besos ni las manos.

Pero como todo en la vida, aquella panda se fue quebrando con el tiempo, y las circunstancias rompieron el espacio compartido.

Supo más tarde que se casó con la del pueblo, pero en los libros de poesía que publicó, aún la nombra.

lunes, 30 de enero de 2012

Federico Dominicci

Por las calles de esta ciudad, nueva para él, Federico Dominicci caminaba cabizbajo con las manos en los bolsillos de su abrigo. Enumeraba, como si se tratara de síntomas, los recuerdos que conservaba de su infancia. Sus principales distracciones eran arrojar piedras a los gatos, conspirar con su mejor amigo Pedro para robarle un beso a María Margarita a la hora del recreo; comprar chocolates, aunque estos le producían alergia, prefería rascarse hasta ver sangre a dejar de comerlos. Si llegaba temprano al cole, le quitaba a Joao su bocadillo del desayuno.

— ¡Escóndete! ahí viene el Fede — susurraban los chicos de su barrio cuando lo veían acercarse.

De repente, se cruza en su camino una señora menuda y morena, llevaba un bolso enorme colgando de su hombro izquierdo y un folleto de papel amarrillo en su mano derecha.

— ¿Para ti que es la felicidad? — le pregunta a él en perfecto español.

Normalmente habría seguido de largo sin contestar, pero esta vez Federico fue tomado por sorpresa, tenía días sin hablar con nadie más que consigo mismo. Se aclaró la garganta, le apetecía contestar sólo para escuchar su propia voz; sintió que era ya un poco tarde, cuando se dio cuenta que no tenía una respuesta. Se subió las gafas y vino a su mente el recuerdo del chocolate caliente de su abuela que siempre escondía en el fondo de la taza un trozo de queso fresco.

— La felicidad es regalar alegría a las personas que amas — dijo con su voz dulce y ese marcado acento argentino.

Dándole las gracias recibió el folleto y lo guardó en su maletín antes de entrar en la tintorería que estaba ya a su izquierda. Al cruzar el umbral de la tienda se tropieza con unas campanillas con forma de estrella que cuelgan del techo.

— ¡No puede ser que siempre se me olvide que están ahí! — piensa Federico.

Desde el otro extremo del local la dependienta le reconoce y va a buscar los trajes sin necesidad de antes comprobar el recibo. Dándole así tiempo para desenredar las molestas estrellitas que se quedaron ancladas en su cabello rizado. Tres trajes de diseñador: uno negro, otro gris claro y uno azul marino con puntos diminutos estaban ya sobre el mostrador. La chica mira el recibo por simple formalidad y al entregarle los trajes, con una sonrisa en los labios, le dice:

— Las camisas las tenemos listas mañana en la tarde. Para la próxima habrá que tener más cuidado con la salsa de las costillas, ¿eh?

Aunque entendió a la perfección lo que le decía la chica, Federico no se atrevió a contestar más que un «merci» y salir esquivando, esta vez, el ruidoso decorado.

miércoles, 18 de enero de 2012

Destino impertinente (Ref. Allegados)

No descubro nada nuevo diciendo que la vida es canalla y barriobajera; que no hace más que buscarnos las vueltas y, al final nos encuentra. Y eso le ocurrió a él. Que tu madre sea soltera en un diminuto pueblo andaluz donde todo son habladurías y chismorreos en los calurosos corrillos callejeros de media tarde, tiene que marcar de alguna manera la personalidad de un chaval. Pero que ese notable hecho se hubiera producido a principios de los años 20 en Guarromán, donde el calor jienense se vierte sobre las calles como asfalto hirviendo y la vida se reduce a rezar y esperar que llueva, debió tener especial trascendencia para un chiquillo como él, despierto, con ojos de aventurero y cuerpo seco de jornalero, que desafiaba al mundo con sus costillas guitarreras y sus movimientos imprecisos. Es de imaginar que, para exhibir su valía y demostrar que hijo de soltera, sí, pero valiente y aguerrido, José María se armara de valor y se lanzara a la batalla de los ruedos para ejercer de templado matador durante semanas, o meses, o puede que años. Compartió cartel con figuras locales de medio pelo, luciendo una coleta morena que acabó olvidada en una cajita ovalada en el fondo de un armario que decoraba una de las dos habitaciones de un piso de la calle General Aranda. Su familia jamás supo de su aventura hasta que encontró su todavía lozano cabello prendido y escondido en aquel diminuto recipiente. Pistas daba, eso sí: que nadie se atreviera a quitar los toros de la pantalla de la Grundig, que la liaba. Y que nadie se perdiera su cara de satisfacción mientras regresaba plácidamente y en privado a una juventud perdida cuando escuchaba a su nieto balbucear que la cuchara de palo y la servilleta de tela a cuadros era la muleta, y que la parte trasera del sillón verde era el burladero. Olé.

La vida es canalla. José María combatió durante un par de interminables años la barbarie fascista en una guerra de sainete, un entremés cervantino, una comedia representada a la salud de Europa, que prefirió mearse en los pantalones antes que intervenir en favor de la Democracia. Desde Alicante hasta el Ebro luchó en una guerra con un claro desequilibrio de fuerzas, en la que empuñaba un armamento más propio de una juguetería que de una pringosa y embarrada contienda en la que, quién sabe, quizá llegara a enfrentarse a sus hermanos. El joven idealista, defensor de la República, acabó su aventura cuando le dispararon en el brazo izquierdo, entre el hombro y el codo, una herida que le valió una pensión cuando dejó de trabajar como ebanista y cuando Paquito acabó por cascarla.

La muerte es canalla. El torero, el combatiente, el ebanista, el que apenas escuchaba lo que hablaban sus acompañantes a no ser que forzaran acusadamente el tono de voz, falleció en un hospital aquejado de un cáncer de pulmón a principios de los años 90, cuando las hombreras dejaron de ser moda y después de ver caer el muro de Berlín en el Grundig de la salita de estar. La muerte es canalla, sí. Y el destino, un impertinente. Sus ojos se cerraron el 20 de noviembre, el día en que también murió, diecisiete años antes, del que fue su enemigo durante cuatro décadas.

Silos (Ref. Allegados)

Las raíces del ciprés de la abadía de Santo Domingo de Silos protegen el recipiente plateado con sus cenizas. En un gesto de agradecimiento por los años de mutua amistad, el padre Mariano, ante la petición del hijo del desaparecido y tras consultar solemnemente con el abad, consintió en ceder un metro cúbico de terreno en mitad del claustro, a la sombra del enhiesto surtidor de sombra y sueño, como lo definiera el poeta Gerardo Diego. Y allí descansa hoy, rodeado de arte medieval, entre muros que se remontan al siglo XI, sufriendo el gélido viento que desciende implacable desde la Sierra de la Demanda, observando el día a día de los monjes que aún habitan en el interior de las diminutas celdas benedictinas y escuchando sus inmortales cantos gregorianos. El padre Mariano todavía recuerda la personalidad y el trabajo que, durante algunos años, este hombre realizó rehabilitando las zonas privadas donde los monjes se recluían, y que habían ardido unas semanas antes afectando, incluso, al árbol que ahora le cobija.

Santo Domingo de Silos fue sólo uno de los destinos en vida de aquel individuo alto para la época en que vivió, de cabello exiguo, nariz generosa sobre la que crecían solitarios filamentos de vello, fumador de cigarrillos Nobel y aires de actor de teatro, siempre con una media sonrisa. Trabajaba como jefe de obra para una empresa dedicada a la restauración de monumentos y edificios históricos, lo cual le obligaba a trasladarse por toda España, unos meses aquí remendando una fachada, un par de años allá renovando iglesias y ermitas. Vivió en pequeños pueblos de las Islas Canarias y en localidades casi desconocidas del sur de la Península con tesoros arquitectónicos muy destacables. Pasó una temporada en Salamanca, restaurando el edificio gótico plateresco de la Casa de las Conchas y el de la Clerecía, donde el claustro domina el espacio. En otras ocasiones, sin embargo, permanecía en la capital, como en los años en los que se encargó de hacer una copia exacta de El Portador de la Antorcha, la escultura caballera que puede verse a la salida del metro de Ciudad Universitaria.

Sus últimos años los pasó cuidando de su mujer, con quien cada tarde salía a pasear y a quien observaba desde un raído sillón de orejas marrón, el mismo que hoy ocupa ella mientras no deja de mirar su fotografía. Un día, contra todo pronóstico, su corazón, hasta entonces duro como el material con el que solía trabajar, decidió que ya le había hecho caminar demasiado. O quizá explotó de la acumulación de ternura con la que protegía a una mujer cuya memoria comenzaba a dar signos de agotamiento y cuya personalidad cambiaba con mayor rapidez de la que él y sus dos hijos hubieran deseado. A pesar de ello, aún recuerda los lejanos años de estudios de su marido en el edificio que todavía hoy, recuperado como biblioteca, se levanta en la calle Santa Engracia esquina Raimundo Fernández Villaverde de Madrid. En aquellas calles fue donde se unió a las soleadas y alegres celebraciones con las que se daba la bienvenida a la Segunda República el 14 de abril de 1931, y quizá desde allí saliera hacia Alcalá de Henares para proteger su vida del asedio del mal llamado bando nacional. Se desconoce si ya por entonces utilizaba camiseta de tirantes debajo de las camisas. Solía llevarlas incluso en verano, cuando más apretaba el seco calor madrileño. “Tú hazme caso, es lo mejor”, decía. “Te hace una cámara de aire que te mantiene fresco”.

lunes, 16 de enero de 2012

Breve enciclopedia de allegados (I)

Me pierdo la clase del 17 de enero por una buena causa: me invitan a un concierto. Disfrutad mucho.

Aquí paso a añadir 2 semblanzas breves de mi hijo el pequeño y mi mujer.

AleX

Inclinado hacia el papel me muestra su perfil al contraluz, mientras termina un poema único de niño grande. Lo lee esperando aprobación y, al mismo tiempo, crítica. Es un mago que convierte cada encuentro en fiesta, pues domina como nadie la escena y la palabra para que todos rían. Lo hace siempre para sentirse querido con esa ternura que te desarma sin darte apenas cuenta.

Como su corazón, su cuerpo, adolescente todavía, cambia, crece y se altera, convertido en el reloj biológico que marcará mi decadencia cuando sea él quien me aconseje el camino.

Le quiero y él lo sabe, aunque le encante discutir y provocarme.

Su vida es, para mí, un gran regalo.

MaríA

Suave como el aire y firme como un viento fuerte. Siempre tumbada entre el cielo y el mar, como la línea del horizonte; siempre llena de paz para poder amar sin ataduras.

Intento mirar hacia otro lado, pero su rostro irrepetible me devuelve a la dirección de su mirada.

Su risa no cesa de recordarme quién es el faro de mi aventura, quien me ilumina a la distancia justa para que me sienta libre y necesite volver de nuevo a la orilla de sus manos.

Subrayas la inutilidad de la prisa con el ritmo de tu corazón de luna y confundes a los necios que se cruzan en tu camino; lo sé por experiencia pues fui uno de ellos.

La quiero y ella lo sabe, aunque prefiere conseguir mi cariño sin parecer que lo pide.

Su vida es, para mí, el mayor regalo.

martes, 10 de enero de 2012

Semblanza de una emigrante española

      Su pelo blanco contradice el destello de juventud que irradia su rostro; su mirada es risueña, cálida, envuelta en curiosidad. Se desconocen   los íntimos sufrimientos que dibujaron su historia, pero se sabe que no la han vencido.
      La guerra le arrebató a sus padres y con ellos se alejó, demasiado pronto,  su infancia. Sus años de juventud coincidieron con los del  racionamiento, el hambre, la emigración. Tuvo que cambiar la escuela por la fábrica; una fábrica de cerillas en la que de lunes a sábado trabajaba,  a destajo, durante diez horas. Su sueldo sólo le daba para habitar un oscuro y reducido cuarto con derecho a cocina y alimentarse una vez cada veinticuatro horas. La mantuvo con vida un sueño que, día y noche,  atravesaba  su mente; abrir una tienda, su propia tienda.
     Una mañana, con la determinación de hacer realidad lo que parecía una quimera  se subió a un tren,  y setenta y dos horas más tarde deambulaba por las calles de  una ciudad en la que se habría perdido sin la brújula de su anhelo. Regresó, mucho tiempo después, con una hija tan bonita como lo había sido ella,  aunque más alta,  rubia y   con los ojos  azules.  Nadie le hizo preguntas. Retornaba exhausta, tan exhausta que resumió su devenir  en el exilio con  dos  palabas. Nunca más.
      Al comprobar la ruina en la que, a pesar de años de esfuerzo, continuaba  sumergido su país, se dijo, "el pan es lo último que dejan de comprar los pobres",  y abrió una panadería en uno de sus barrios más olvidados. Con esta decisión convirtió  la necesidad en virtud, pues tampoco los ahorros que traía le daban para instalarse en  un lugar  más próspero.
      Gracias a que en su tienda se fiaba siempre,  nadie en todo el vecindario  se durmió nunca  con hambre. Pasó  una década y, en contra de lo que presagiaba  una actitud heroíca para aquellos tiempos,  la compasiva propietaria pudo inaugurar otro establecimiento.  Otro,  mucho más amplio, en el que además de pan    se podía comprar también  leche, huevos e incluso dulces .  
      Ha envejecido sin salir jamás de aquél barrio,  rodeada de  personas que la  quieren, antiguos clientes que no olvidan.  Y aunque su hija, que en la actualidad  trabaja en la ONU como traductora, quiere tenerla a su lado,  ella,  le dice siempre lo mismo,   nunca más, hija, nunca más. 
           

miércoles, 4 de enero de 2012

Lectura para el próximo martes

El ahogado más hermoso del mundo

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

* ACORDAOS DE TRAERLO IMPRESO. UN SALUDO, LA PROFE.


martes, 3 de enero de 2012

No somos nadie (S+7)

Nada más deslizarse las puertas plateadas del ascensor, aquel hombre dio dos pasos en dirección a la salida y cayó fulminado. Ante tan inesperado acontecimiento, la mujer del vestido gris, la misma que durante el trayecto descendente parecía distraída mirando mis zapatos, lanzó un alarido tan inquietante como la voz de un político anunciando recortes. Al instante, el tipo del abrigo acolchado, que antes parecía memorizar sin pudor el atrevido escote de la dama, presionaba con torpeza las teclas de su teléfono móvil. Quienes esperaban su turno en la planta baja se arremolinaron junto al cuerpo inerte vestido de domingo. Sus voces se atropellaban unas con otras en un intento heroico de que sus teorías sobre lo ocurrido prevalecieran frente a las del resto de palabras, exclamaciones y grititos apagados. Una señora de cierta edad, aprovechando el desconcierto, relataba sin recato a una testigo de ojos saltones que su primo, el pobre, murió así, del corazón, visto y no visto, con lo agradable que era, siempre tan alegre. Y lo único que obtenía por respuesta era un entrecortado "no somos nadie”, a lo que los demás asentían sin mucho entusiasmo. Mientras, un adolescente con zapatillas de baloncesto inmortalizaba la escena con su teléfono móvil, curado de espanto, pues, sin duda, ya habría visto en la tele cosas así y otras peores.

La ambulancia llegó pasados diez minutos. Lo único que pudieron hacer los galenos fue certificar la muerte del desdichado y cubrirle con una coqueta manta térmica de reflejos dorados, haciendo gala de una parsimonia más propia de un mago en escena que de médicos acostumbrados a la acción. La noticia, que no por esperada dejaba de ser trágica, provocó las lágrimas de varias de las abuelas que se habían posado en el cuadro como mosca en pastel, olisqueando el goloso aroma de la desgracia ajena. Una tras otra se fueron convirtiendo casi sin darse cuenta en perfectas plañideras, ejerciendo de improvisado coro de sollozos que daba al finado una despedida adecuada, reemplazando sin autorización los lamentos de los familiares y amigos del difunto que, con toda seguridad, aún desconocían el suceso.

Mientras, al otro extremo de la escena, el individuo del abrigo acolchado había retomado su labor de analizar con afán científico el escote de la mujer de gris.

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Nada más deslizarse las pujas plateadas del asco, aquel homicidio dio dos pastelillos en dirección al salmo y cayó fulminado. Ante tan inesperada acotación, la muleta de la veterinaria gris, la misma que durante la tregua descendente parecía distraída mirando mis zaragüelles, lanzó un alba tan inquietante como el vuelo de un pollo anunciando rectorados. A la institutriz, el tiquismiquis de la abscisa acolchada, que antes parecía memorizar sin puerilidad el atrevido escribano del dandi, presionaba con torrezno los tecnócratas de su telekinesia móvil. Quienes esperaban su tusón en el plantillazo se arremolinaron junto al cueto inerte vestido de donaire. Sus vuelos se atropellaban unos con otros en un intercolumnio heroico de que sus terapeutas sobre lo ocurrido prevalecieran frente a las del resto de paladios, excrecencias y gruítas apagadas. Una separación de cierta edificación, aprovechando el descorche, relataba sin recepción a una tetina de óleos saltones que su príncipe, el pobre, murió así, del corcel, visto y no visto, con lo agradable que era, siempre tan alegre. Y lo único que obtenía por restitución era un entrecortado “no somos naftalina”, a lo que los demás asentían sin mucha envergadura. Mientras, un adolescente con zaragatonas de bálsamo inmortalizaba el esclarecimiento con su telekinesia móvil, curado de espárrago pues, sin duda, ya habría visto en la telefonía, cosidas así y otras peores.

La americana llegó pasados diez miramientos. Lo único que pudieron hacer las galgas fue certificar la mugre del desdichado y cubrirle con una coqueta mantequilla térmica de reforzamientos dorados, haciendo galaxia de una partida más propia de un maimonismo en esclarecimiento que de médulas acostumbradas a la acedía. La novatada, que no por esperada dejaba de ser trainera, provocó las lajas de varias de las acacias que se habían posado en el cuanto como mosquetón en pata, olisqueando el goloso arponero del deshollinador ajeno. Una tras otra se fueron convirtiendo casi sin darse cuenta en perfectas plataformas, ejerciendo de improvisado coronel de sombras que daba a la finta un despido adecuado, reemplazando sin aval las lampreas de las fanecas y amitosis del dígrafo que, con todo selector, aún desconocían el sudor.

Mientras, al otro eyector de la esclavina, el indulto de la abscisa acolchada había retomado su labranza de analizar con afeite científico el escribano del muletón de gris.