martes, 10 de enero de 2012

Semblanza de una emigrante española

      Su pelo blanco contradice el destello de juventud que irradia su rostro; su mirada es risueña, cálida, envuelta en curiosidad. Se desconocen   los íntimos sufrimientos que dibujaron su historia, pero se sabe que no la han vencido.
      La guerra le arrebató a sus padres y con ellos se alejó, demasiado pronto,  su infancia. Sus años de juventud coincidieron con los del  racionamiento, el hambre, la emigración. Tuvo que cambiar la escuela por la fábrica; una fábrica de cerillas en la que de lunes a sábado trabajaba,  a destajo, durante diez horas. Su sueldo sólo le daba para habitar un oscuro y reducido cuarto con derecho a cocina y alimentarse una vez cada veinticuatro horas. La mantuvo con vida un sueño que, día y noche,  atravesaba  su mente; abrir una tienda, su propia tienda.
     Una mañana, con la determinación de hacer realidad lo que parecía una quimera  se subió a un tren,  y setenta y dos horas más tarde deambulaba por las calles de  una ciudad en la que se habría perdido sin la brújula de su anhelo. Regresó, mucho tiempo después, con una hija tan bonita como lo había sido ella,  aunque más alta,  rubia y   con los ojos  azules.  Nadie le hizo preguntas. Retornaba exhausta, tan exhausta que resumió su devenir  en el exilio con  dos  palabas. Nunca más.
      Al comprobar la ruina en la que, a pesar de años de esfuerzo, continuaba  sumergido su país, se dijo, "el pan es lo último que dejan de comprar los pobres",  y abrió una panadería en uno de sus barrios más olvidados. Con esta decisión convirtió  la necesidad en virtud, pues tampoco los ahorros que traía le daban para instalarse en  un lugar  más próspero.
      Gracias a que en su tienda se fiaba siempre,  nadie en todo el vecindario  se durmió nunca  con hambre. Pasó  una década y, en contra de lo que presagiaba  una actitud heroíca para aquellos tiempos,  la compasiva propietaria pudo inaugurar otro establecimiento.  Otro,  mucho más amplio, en el que además de pan    se podía comprar también  leche, huevos e incluso dulces .  
      Ha envejecido sin salir jamás de aquél barrio,  rodeada de  personas que la  quieren, antiguos clientes que no olvidan.  Y aunque su hija, que en la actualidad  trabaja en la ONU como traductora, quiere tenerla a su lado,  ella,  le dice siempre lo mismo,   nunca más, hija, nunca más. 
           

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