lunes, 30 de enero de 2012

Federico Dominicci

Por las calles de esta ciudad, nueva para él, Federico Dominicci caminaba cabizbajo con las manos en los bolsillos de su abrigo. Enumeraba, como si se tratara de síntomas, los recuerdos que conservaba de su infancia. Sus principales distracciones eran arrojar piedras a los gatos, conspirar con su mejor amigo Pedro para robarle un beso a María Margarita a la hora del recreo; comprar chocolates, aunque estos le producían alergia, prefería rascarse hasta ver sangre a dejar de comerlos. Si llegaba temprano al cole, le quitaba a Joao su bocadillo del desayuno.

— ¡Escóndete! ahí viene el Fede — susurraban los chicos de su barrio cuando lo veían acercarse.

De repente, se cruza en su camino una señora menuda y morena, llevaba un bolso enorme colgando de su hombro izquierdo y un folleto de papel amarrillo en su mano derecha.

— ¿Para ti que es la felicidad? — le pregunta a él en perfecto español.

Normalmente habría seguido de largo sin contestar, pero esta vez Federico fue tomado por sorpresa, tenía días sin hablar con nadie más que consigo mismo. Se aclaró la garganta, le apetecía contestar sólo para escuchar su propia voz; sintió que era ya un poco tarde, cuando se dio cuenta que no tenía una respuesta. Se subió las gafas y vino a su mente el recuerdo del chocolate caliente de su abuela que siempre escondía en el fondo de la taza un trozo de queso fresco.

— La felicidad es regalar alegría a las personas que amas — dijo con su voz dulce y ese marcado acento argentino.

Dándole las gracias recibió el folleto y lo guardó en su maletín antes de entrar en la tintorería que estaba ya a su izquierda. Al cruzar el umbral de la tienda se tropieza con unas campanillas con forma de estrella que cuelgan del techo.

— ¡No puede ser que siempre se me olvide que están ahí! — piensa Federico.

Desde el otro extremo del local la dependienta le reconoce y va a buscar los trajes sin necesidad de antes comprobar el recibo. Dándole así tiempo para desenredar las molestas estrellitas que se quedaron ancladas en su cabello rizado. Tres trajes de diseñador: uno negro, otro gris claro y uno azul marino con puntos diminutos estaban ya sobre el mostrador. La chica mira el recibo por simple formalidad y al entregarle los trajes, con una sonrisa en los labios, le dice:

— Las camisas las tenemos listas mañana en la tarde. Para la próxima habrá que tener más cuidado con la salsa de las costillas, ¿eh?

Aunque entendió a la perfección lo que le decía la chica, Federico no se atrevió a contestar más que un «merci» y salir esquivando, esta vez, el ruidoso decorado.

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