martes, 31 de enero de 2012

semblanza 1:

Bastó que el cielo se iluminara con un gajo violeta, para reencontrarme contigo. Me alejé del frío de la ciudad, para acomodarme en primaveras lejanas, acotadas por tus ojos.

Ahí estaban, pequeños, siempre curiosos, encarcelados bajo esas lentes de pasta, que te otorgaban esa línea de intelectualidad, no sólo aparente, ya que amabas los libros. La literatura española era tu gran pasión, con tu adorado Garcilaso, tu Valle de las tabernas, o el caballero tornado en loco.

Todas las semanas bajabas al rastro a comprar esos libros de viejo, que tanto te gustaba revolver, rescatándolos del olvido de los cajones.

Además, tu hablar tranquilo, la torpe juventud de tus manos, y las noches cálidas, donde las confidencias iban y venían como saltimbanquis, alborotaron el corazón de una mujer oscura.

Ahora, las palabras son inexistentes, pero de vez en cuando, el cielo se tiñe de nostalgia.


semblanza 2:

Otro día.

Ensarta, como si de un puzle se tratara, las piezas del recuerdo.

Todos eran muy jóvenes, una pandilla de universitarios alegres, abiertos a la vida. Formaban un grupo heterogéneo, compuesto en su origen por compañeros del colegio, a los que se fueron agregando amigos de esos amigos, y otros, arrimados por alianzas diversas.

De todos, él era “el chico listo”, una combinación de sensibilidad y ciencia, poeta y aspirante a matemático. Ellos, admiraban su inteligencia, el incontrolado impulso lector. A las chicas, les seducía sus ojos, que aunque pequeños, parecían iluminados. Siempre dispuestas también las manos o el hombro, lo que hiciera más falta para aliviar desatinos emocionales.

Las noches de verano en Madrid eran calmas, y propiciaban el encuentro de las palabras, así pudo descubrir su cercanía, su manera de escuchar, generosa y atenta, y también, por desgracia, lo de su novia, esa chica que estaba en el pueblo, físicamente desconocida por todos, pero testigos involuntarios de sus encuentros telefónicos. Al volver de la cabina, su rostro era neutro. No albergaba ninguna emoción, ni desataba comentario alguno.

En la distancia, ella. En la ciudad, lenta y consentida, se fue creando una liana de sentimientos, un fajo de sorpresas a la vista del grupo; ya no escondían ni los besos ni las manos.

Pero como todo en la vida, aquella panda se fue quebrando con el tiempo, y las circunstancias rompieron el espacio compartido.

Supo más tarde que se casó con la del pueblo, pero en los libros de poesía que publicó, aún la nombra.

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