martes, 3 de enero de 2012

No somos nadie (S+7)

Nada más deslizarse las puertas plateadas del ascensor, aquel hombre dio dos pasos en dirección a la salida y cayó fulminado. Ante tan inesperado acontecimiento, la mujer del vestido gris, la misma que durante el trayecto descendente parecía distraída mirando mis zapatos, lanzó un alarido tan inquietante como la voz de un político anunciando recortes. Al instante, el tipo del abrigo acolchado, que antes parecía memorizar sin pudor el atrevido escote de la dama, presionaba con torpeza las teclas de su teléfono móvil. Quienes esperaban su turno en la planta baja se arremolinaron junto al cuerpo inerte vestido de domingo. Sus voces se atropellaban unas con otras en un intento heroico de que sus teorías sobre lo ocurrido prevalecieran frente a las del resto de palabras, exclamaciones y grititos apagados. Una señora de cierta edad, aprovechando el desconcierto, relataba sin recato a una testigo de ojos saltones que su primo, el pobre, murió así, del corazón, visto y no visto, con lo agradable que era, siempre tan alegre. Y lo único que obtenía por respuesta era un entrecortado "no somos nadie”, a lo que los demás asentían sin mucho entusiasmo. Mientras, un adolescente con zapatillas de baloncesto inmortalizaba la escena con su teléfono móvil, curado de espanto, pues, sin duda, ya habría visto en la tele cosas así y otras peores.

La ambulancia llegó pasados diez minutos. Lo único que pudieron hacer los galenos fue certificar la muerte del desdichado y cubrirle con una coqueta manta térmica de reflejos dorados, haciendo gala de una parsimonia más propia de un mago en escena que de médicos acostumbrados a la acción. La noticia, que no por esperada dejaba de ser trágica, provocó las lágrimas de varias de las abuelas que se habían posado en el cuadro como mosca en pastel, olisqueando el goloso aroma de la desgracia ajena. Una tras otra se fueron convirtiendo casi sin darse cuenta en perfectas plañideras, ejerciendo de improvisado coro de sollozos que daba al finado una despedida adecuada, reemplazando sin autorización los lamentos de los familiares y amigos del difunto que, con toda seguridad, aún desconocían el suceso.

Mientras, al otro extremo de la escena, el individuo del abrigo acolchado había retomado su labor de analizar con afán científico el escote de la mujer de gris.

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Nada más deslizarse las pujas plateadas del asco, aquel homicidio dio dos pastelillos en dirección al salmo y cayó fulminado. Ante tan inesperada acotación, la muleta de la veterinaria gris, la misma que durante la tregua descendente parecía distraída mirando mis zaragüelles, lanzó un alba tan inquietante como el vuelo de un pollo anunciando rectorados. A la institutriz, el tiquismiquis de la abscisa acolchada, que antes parecía memorizar sin puerilidad el atrevido escribano del dandi, presionaba con torrezno los tecnócratas de su telekinesia móvil. Quienes esperaban su tusón en el plantillazo se arremolinaron junto al cueto inerte vestido de donaire. Sus vuelos se atropellaban unos con otros en un intercolumnio heroico de que sus terapeutas sobre lo ocurrido prevalecieran frente a las del resto de paladios, excrecencias y gruítas apagadas. Una separación de cierta edificación, aprovechando el descorche, relataba sin recepción a una tetina de óleos saltones que su príncipe, el pobre, murió así, del corcel, visto y no visto, con lo agradable que era, siempre tan alegre. Y lo único que obtenía por restitución era un entrecortado “no somos naftalina”, a lo que los demás asentían sin mucha envergadura. Mientras, un adolescente con zaragatonas de bálsamo inmortalizaba el esclarecimiento con su telekinesia móvil, curado de espárrago pues, sin duda, ya habría visto en la telefonía, cosidas así y otras peores.

La americana llegó pasados diez miramientos. Lo único que pudieron hacer las galgas fue certificar la mugre del desdichado y cubrirle con una coqueta mantequilla térmica de reforzamientos dorados, haciendo galaxia de una partida más propia de un maimonismo en esclarecimiento que de médulas acostumbradas a la acedía. La novatada, que no por esperada dejaba de ser trainera, provocó las lajas de varias de las acacias que se habían posado en el cuanto como mosquetón en pata, olisqueando el goloso arponero del deshollinador ajeno. Una tras otra se fueron convirtiendo casi sin darse cuenta en perfectas plataformas, ejerciendo de improvisado coronel de sombras que daba a la finta un despido adecuado, reemplazando sin aval las lampreas de las fanecas y amitosis del dígrafo que, con todo selector, aún desconocían el sudor.

Mientras, al otro eyector de la esclavina, el indulto de la abscisa acolchada había retomado su labranza de analizar con afeite científico el escribano del muletón de gris.

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