miércoles, 18 de enero de 2012

Destino impertinente (Ref. Allegados)

No descubro nada nuevo diciendo que la vida es canalla y barriobajera; que no hace más que buscarnos las vueltas y, al final nos encuentra. Y eso le ocurrió a él. Que tu madre sea soltera en un diminuto pueblo andaluz donde todo son habladurías y chismorreos en los calurosos corrillos callejeros de media tarde, tiene que marcar de alguna manera la personalidad de un chaval. Pero que ese notable hecho se hubiera producido a principios de los años 20 en Guarromán, donde el calor jienense se vierte sobre las calles como asfalto hirviendo y la vida se reduce a rezar y esperar que llueva, debió tener especial trascendencia para un chiquillo como él, despierto, con ojos de aventurero y cuerpo seco de jornalero, que desafiaba al mundo con sus costillas guitarreras y sus movimientos imprecisos. Es de imaginar que, para exhibir su valía y demostrar que hijo de soltera, sí, pero valiente y aguerrido, José María se armara de valor y se lanzara a la batalla de los ruedos para ejercer de templado matador durante semanas, o meses, o puede que años. Compartió cartel con figuras locales de medio pelo, luciendo una coleta morena que acabó olvidada en una cajita ovalada en el fondo de un armario que decoraba una de las dos habitaciones de un piso de la calle General Aranda. Su familia jamás supo de su aventura hasta que encontró su todavía lozano cabello prendido y escondido en aquel diminuto recipiente. Pistas daba, eso sí: que nadie se atreviera a quitar los toros de la pantalla de la Grundig, que la liaba. Y que nadie se perdiera su cara de satisfacción mientras regresaba plácidamente y en privado a una juventud perdida cuando escuchaba a su nieto balbucear que la cuchara de palo y la servilleta de tela a cuadros era la muleta, y que la parte trasera del sillón verde era el burladero. Olé.

La vida es canalla. José María combatió durante un par de interminables años la barbarie fascista en una guerra de sainete, un entremés cervantino, una comedia representada a la salud de Europa, que prefirió mearse en los pantalones antes que intervenir en favor de la Democracia. Desde Alicante hasta el Ebro luchó en una guerra con un claro desequilibrio de fuerzas, en la que empuñaba un armamento más propio de una juguetería que de una pringosa y embarrada contienda en la que, quién sabe, quizá llegara a enfrentarse a sus hermanos. El joven idealista, defensor de la República, acabó su aventura cuando le dispararon en el brazo izquierdo, entre el hombro y el codo, una herida que le valió una pensión cuando dejó de trabajar como ebanista y cuando Paquito acabó por cascarla.

La muerte es canalla. El torero, el combatiente, el ebanista, el que apenas escuchaba lo que hablaban sus acompañantes a no ser que forzaran acusadamente el tono de voz, falleció en un hospital aquejado de un cáncer de pulmón a principios de los años 90, cuando las hombreras dejaron de ser moda y después de ver caer el muro de Berlín en el Grundig de la salita de estar. La muerte es canalla, sí. Y el destino, un impertinente. Sus ojos se cerraron el 20 de noviembre, el día en que también murió, diecisiete años antes, del que fue su enemigo durante cuatro décadas.

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