miércoles, 18 de enero de 2012

Silos (Ref. Allegados)

Las raíces del ciprés de la abadía de Santo Domingo de Silos protegen el recipiente plateado con sus cenizas. En un gesto de agradecimiento por los años de mutua amistad, el padre Mariano, ante la petición del hijo del desaparecido y tras consultar solemnemente con el abad, consintió en ceder un metro cúbico de terreno en mitad del claustro, a la sombra del enhiesto surtidor de sombra y sueño, como lo definiera el poeta Gerardo Diego. Y allí descansa hoy, rodeado de arte medieval, entre muros que se remontan al siglo XI, sufriendo el gélido viento que desciende implacable desde la Sierra de la Demanda, observando el día a día de los monjes que aún habitan en el interior de las diminutas celdas benedictinas y escuchando sus inmortales cantos gregorianos. El padre Mariano todavía recuerda la personalidad y el trabajo que, durante algunos años, este hombre realizó rehabilitando las zonas privadas donde los monjes se recluían, y que habían ardido unas semanas antes afectando, incluso, al árbol que ahora le cobija.

Santo Domingo de Silos fue sólo uno de los destinos en vida de aquel individuo alto para la época en que vivió, de cabello exiguo, nariz generosa sobre la que crecían solitarios filamentos de vello, fumador de cigarrillos Nobel y aires de actor de teatro, siempre con una media sonrisa. Trabajaba como jefe de obra para una empresa dedicada a la restauración de monumentos y edificios históricos, lo cual le obligaba a trasladarse por toda España, unos meses aquí remendando una fachada, un par de años allá renovando iglesias y ermitas. Vivió en pequeños pueblos de las Islas Canarias y en localidades casi desconocidas del sur de la Península con tesoros arquitectónicos muy destacables. Pasó una temporada en Salamanca, restaurando el edificio gótico plateresco de la Casa de las Conchas y el de la Clerecía, donde el claustro domina el espacio. En otras ocasiones, sin embargo, permanecía en la capital, como en los años en los que se encargó de hacer una copia exacta de El Portador de la Antorcha, la escultura caballera que puede verse a la salida del metro de Ciudad Universitaria.

Sus últimos años los pasó cuidando de su mujer, con quien cada tarde salía a pasear y a quien observaba desde un raído sillón de orejas marrón, el mismo que hoy ocupa ella mientras no deja de mirar su fotografía. Un día, contra todo pronóstico, su corazón, hasta entonces duro como el material con el que solía trabajar, decidió que ya le había hecho caminar demasiado. O quizá explotó de la acumulación de ternura con la que protegía a una mujer cuya memoria comenzaba a dar signos de agotamiento y cuya personalidad cambiaba con mayor rapidez de la que él y sus dos hijos hubieran deseado. A pesar de ello, aún recuerda los lejanos años de estudios de su marido en el edificio que todavía hoy, recuperado como biblioteca, se levanta en la calle Santa Engracia esquina Raimundo Fernández Villaverde de Madrid. En aquellas calles fue donde se unió a las soleadas y alegres celebraciones con las que se daba la bienvenida a la Segunda República el 14 de abril de 1931, y quizá desde allí saliera hacia Alcalá de Henares para proteger su vida del asedio del mal llamado bando nacional. Se desconoce si ya por entonces utilizaba camiseta de tirantes debajo de las camisas. Solía llevarlas incluso en verano, cuando más apretaba el seco calor madrileño. “Tú hazme caso, es lo mejor”, decía. “Te hace una cámara de aire que te mantiene fresco”.

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