martes, 14 de abril de 2020

Un placer leer tu crónica y viajar contigo de la mano de un mapa compartido. Un abrazo, Victor

lunes, 4 de junio de 2012


EL REENCUENTRO
Al colgar sientes un dolor lejano, casi ausente; aunque algo que no sabes describir se agita en tu interior; es una montaña rusa de recuerdos aislados y olvidos arrullados por la distancia. Tu madre ha muerto en la casa familiar, asistida por la vecina que te ha dado el aviso.
Apenas puedes atravesar el blanco y negro de tu infancia, ¡queda tan lejana y tan impropia!..., tan falta de nombres, de calles, tan olvidada de juegos, de libros….¡tan perdida!
Vas a por un cigarro para distraer el insomnio, y al encenderlo, el mechero chamusca algún pelo díscolo, y el olor a quemado queda impregnado a ti, tanto, como la curiosidad por saber qué es lo que os había alejado
Abandonaste tu barrio y tu casa a los 17 años, con una urgencia que tu madre no entendía; ni motivos sentimentales ni el trabajo estaban detrás de tu decisión. Ponías  tierra por medio, y también mar, pero ¿por qué?
Desde el balcón de tu casa, observas la noche. Un viento cálido y húmedo llena tus pulmones, con la misma fuerza con la que buscas respuestas. Decides acostarte. Mañana velarás el cadáver de tu madre.
Al día siguiente cuando llegas, pides al taxista que pare en los umbrales del barrio.
Caminas despacio por la avenida de chopos. Es agradable sentir el frescor de sus hojas en vaivén. El olor a resina de sus troncos, redirige el pensamiento hasta la carpintería de Sebas, aquella en la que trabajaba tu padre; hoy convertida en bazar.
Las calles se recortan a medida que avanzas. Los perros libertarios escoltan el camino, mientras que una ráfaga de orines y excrementos ensucian el aire. Las casas bajas de tu infancia, ondeando frescura y jabón lagarto, resisten junto a otros edificios crecidos en altura. La lechería de Juan ya no está, y tampoco, los prados de la memoria. Las viejas siguen hilvanando la vida, perdurables, como la fritura añeja del Katanga.
Al llegar al portal, la muerte con su olor de flores te aborda con fuerza. Para ti, los muertos siempre huelen a rosas, quizá, como un señuelo de su destino
Esperas al  ascensor. La sombra del sótano y el hedor a humedad, te crean un desasosiego incómodo. Un sudor frío recorre tu frente, e imágenes confusas  sacuden tu cabeza.
Abres el ascensor y pasas. El espejo, reproduce el miedo de aquella tarde que volviste pronto  porque tenías que estudiar. La luz blanquecina se mezcla con el olor a alcohol revenido de un hombre, que entró contigo y te preguntó a qué piso ibas. Te clavó sus ojos tóxicos, al mismo tiempo que su cuerpo se balanceaba nervioso.
Instintivamente, te echaste para atrás, creando distancia entre vosotros. Un silencio tenso presagiaba el vértigo. Sacó una navaja que te dejó inmóvil, reducida a temblores, mientras que la caja, a las órdenes del loco, no dejaba de moverse en trayectoria vertical.
Giró tu cara y el bulto despreciable se abalanzó sobre ti, y detrás, él y sus babas. Gritabas, llorabas, gritabas y golpeabas, pero él cerró tus bocas. El vómito se hizo evidente, cuando el chorro del ultraje empapó tu vestido. Olía a esperma caliente, a sudor y a culpa, a sangre y humillación. 
Al salir, respiras hondo. Dejas que la conciencia, tras una visita guiada por el dolor, cancele las deudas del olvido, mientras que el tufo  a amoniaco del rellano, te recuerda a qué venias.
Rosa L. 

miércoles, 16 de mayo de 2012

Basureando


En la calle República 73 vive un hombre obeso con síndrome de Diógenes. Por el aspecto de las fotos apenas alcanza los cuarenta años y, según sus vecinos, que nada conocen de filósofos griegos, bastante tienen con sus estrecheces, su cabeza no funciona como debiera.
El vecino del segundo B entorna la puerta y habla en voz baja. Me cuenta que ese fulano, no lo puedo definir de otra forma, usted me perdonará, apenas sale de su apartamento y, cuando lo hace, siempre de madrugada, evita el ascensor bajando por las escaleras con parsimonia, bien agarrado a la barandilla, temiendo quizá caer rodando por ellas. Otros destacan que todo empeoró con la muerte de su madre y que, desde entonces, anda basureando a los vecinos, como si un demonio hubiera tomado posesión de su redondez. Y todos se quejan de la insoportable fetidez que se escapa de su apartamento. Una tufarada huye de entre esas cuatro paredes, incapaz de convivir con su creador, para después hacer de la finca su habitat natural y perfumarla con la auténtica esencia de un vertedero en verano.
– No se relaciona con ningún vecino –me dice el portero de la finca. –Lo peor es el olor que desprende.
– Apesta a sudor rancio y a queso curado. A orín de gato, no sé, a mano de pescadero –relata el joven del primero C, sin duda un aspirante a poeta.
Por allí circula el trabajador social del Ayuntamiento, el único que, según parece, ha entrado en la casa, el único que ha logrado obtener su confianza.
– Imagine bolsas de basura acumuladas, restos de latas, botellas de plástico, cajas de pizza, jirones de ropa, huesos de pollo secos... No sé, hay objetos que recoge de los cubos de basura, en su habitación apenas se ve la cama y el baño tiene restos fecales. Vi unas cuantas ratas y las cucarachas se han hecho fuertes en la cocina. Es lo que tiene su enfermedad, uno se olvida de la higiene y se dedica a acumular.
– No quiero imaginar el olor –digo con cara de asco.
– Ya sabe, es de lo que se quejan los vecinos. Yo tuve que entrar con guantes de látex y mascarilla. Y aunque me puse hojas de menta en la nariz, la podredumbre y la pestilencia me golpeaban aquí –y se señala entre los ojos, donde termina su nariz afilada. –No se puede hacer nada para desalojarle. Y lo peor es que no se da cuenta del problema y no quiere ayuda.
Los propietarios se reúnen periódicamente y se indignan y amenazan con tomar represalias y llaman a su puerta y le instan a que salga y perfuman el descansillo y esperan alguna señal procedente del interior de la vivienda y se desesperan y gritan y deciden volver al día siguiente con fuerzas renovadas. Y por las noches, no todas, el hombre que viste de negro abre la puerta con dificultad a causa de la basura acumulada y baja las escaleras con lentitud mientras se confunde con las sombras del pasillo, mientras su barba descuidada pendulea repartiendo fragancia de halitosis, mientras su coleta interminable esparce un olor reconcentrado de piojos y liendres, mientras cada uno de sus pasos levanta humaredas invisibles de pestilencias de compost y axila de muerto. Abre la puerta del zaguán y camina, dejando tras de sí, enredados en las sombras del edificio, efluvios flotantes que, con el silencio, caen despacio para depositarse después silenciosamente en el suelo.

jueves, 3 de mayo de 2012

El paciente 267

Martes, 24 de abril de 2026
El paciente 267 no recuerda la cara de su esposa. Durante la revisión llevada a término el día de hoy declara no saber dónde se encuentra y expresa su deseo de salir del centro. Le comunicamos la imposibilidad de hacerlo, no tiene familia y no recibe visitas desde hace varios años.

Lunes, 15 de mayo de 2026
El paciente 267 ha vuelto a preguntar con insistencia por sus dibujos. Esta actitud denota una cierta mejoría en su estado general, pero sigue sin recordar el rostro de su mujer.

Jueves, 25 de mayo de 2026
El comportamiento del paciente 267 ha cambiado durante los últimos días. No sale a pasear por los jardines, permanece inmóvil durante horas frente al televisor y escudriña los rostros de los familiares de los demás pacientes, llegando a intimidarles. A la pregunta "¿Se encuentra bien?" responde "Busco la cara de mi mujer". Continúa dibujando cosas sin sentido.

Lunes, 16 de junio de 2026
Hoy, el paciente 26 ha mencionado de nuevo que desea recordar el rostro de su mujer. Menciono el subconsciente y le informo que dormir le resultará beneficioso, ya que los sueños podrían darle mucha información. Vuelve a preguntar por sus dibujos. En este punto me remito a su historial médico.

Viernes, 26 de septiembre de 2021
Paciente 267. 83 años de edad, viudo, aquejado de insuficiencia respiratoria. Tras llamada anónima le recogemos en su domicilio, donde llevaba conviviendo con el cadáver de su mujer varios días. La analítica realizada arroja un resultado correcto, salvo una anemia que, con una correcta alimentación y complejos vitamínicos, se solucionará en pocas semanas. Familiares, ninguno. Llega acompañado por varios cuadernos de dibujo, algunos en blanco, otros con bosquejos de un rostro de mujer firmados con su nombre.

Miércoles, 17 de agosto de 2022
El incendio en el ala norte ha destruido mobiliario y efectos personales de los pacientes allí alojados. En tres días comenzará la rehabilitación del edificio.

Martes, 5 de noviembre de 2026
El paciente 267 ha declarado que su mujer ha aparecido en su dormitorio de madrugada y expresa su intención de volver a dibujar. Nos preocupa su insistente deseo de reunirse con ella. Debemos vigilarle más de cerca, asegurar ventanas y cuidar el uso que haga de los cubiertos en el comedor.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Hogar

Claudio no podía apartar sus ojos de aquella enorme estrella, era como tener un farol en el techo de su habitación.

―¿Qué pasa?, ¿por qué no la apagan? ―se preguntaba―¡Vaya luz tan impertinente, así no hay quien pueda dormir! ―Decía mientras estiraba su brazo hasta el estribor para coger la toalla y ponérsela sobre los ojos.

Con el sonido de una fuente como banda sonora, empezó a hacer en su cabeza un inventario de los colores que aún quedaban en su estuche de tizas; poco a poco estos se transformaron en veintitrés peces de colores que nadaban en un mar purpura lleno de burbujas. En el fondo de ese océano, que parecía refresco de uvas, estaba Claudio, usando una medusa como medio de transporte y ataviado con un ostentoso traje de submarinista. El trinar de los pájaros bañándose en la fuente trajo a Claudio de regreso a su viejo bote.

Con la agilidad de siempre, excepcional para alguien de su edad, saltó a tierra firme. Los pájaros no escaparon al ver como se incorporaba un nuevo asistente a su spa matutino, Claudio tuvo que espantarles para hacerse sitio y lavarse la cara. Quería llegar al pueblo lo antes posible; sentía la urgente necesidad de pintar, sin omitir detalle, aquel paisaje maravilloso que había visitado durante la noche.

Entre los arbustos se escondía un baúl que parecía una reliquia pirata. De él sacó unos bermudas blancos y un polo verde limón, probablemente su antiguo dueño combinaba estas prendas para jugar al golf. Claudio peinó con mucho cuidado su blanca barba, pero no hizo lo mismo con su cabello; por el que, con toda seguridad, ningún peine se deslizaría con facilidad.

― ¡ Hooooola! ¿Cómo-estas-tú?―dijo Loreto al verle.

―Buenos días, Loreto… ¡Mira que amarillitos están ya los plátanos! Con las galletas y la miel que nos dejaron las monjitas, tendremos un desayuno digno de reyes.

―¡Ummmm! ―exclamó el ave, mientras movía su cabeza arriba y abajo, parecía haber entendido en qué consistiría el menú.

Claudio no tenía que preocuparse por el café, ya que de camino al pueblo, doña Enriqueta siempre tenía una taza servida para él.

martes, 20 de marzo de 2012

De oca a oca

De entre los diez juegos que incluía la caja que compramos ayer en la tienda se fijó en la oca. Para una niña de tres años una oca es algo desconocido y, por tanto, mágico, pero cuando le expliqué que tenía plumas y era como un pato, su cara se iluminó. Desconozco la razón, quizá porque es el animal de la granja que más le gusta o porque la palabra pato fue la primera que aprendió en inglés. Hoy al llegar del colegio ha cogido la caja y me la ha entregado. Quería que la desvelase el secreto.

- Mira, esta es la oca. ¿Ves?

Desplegué todo lo necesario sobre la alfombra del salón y nos sentamos como los indios.

- ¿Qué es para esto?

- Se llama dado. Tiene puntitos negros, ¿has visto? Sácate el dedo de la boca, Leire. Hay que cogerlo y tirarlo. Luego cuentas los puntitos y mueves tu ficha. Ahora tienes que elegir una para jugar.

Le mostré cuatro fichas de cuatro colores y le pregunté cuál elegía.

- La rosa.

- A ver, Leire, fíjate. Rojo, amarillo, azul o verde.

- Rojo.

- Vale, yo el verde. Mira, ponemos las fichas aquí y el primero que llegue aquí, gana. Pero tienes que tirar el dado.

- ¿Ahora?

- Claro. Mira, se hace así -lo agité en mi mano y lo lancé sobre el tablero. Ella intentó imitarme pero lo único que hizo fue dejar caer el dado. -Muy bien. Ahora cuenta los puntitos.

Fue señalando con su dedo índice cada circulito negro, contado en voz alta.

- ¡Cinco!

- Fíjate bien, Leire. Cuenta.

Repitió el método y esta vez no falló.

- Seis.

- Muy bien. Ahora coges la ficha y cuentas. Así. -Golpeé despacio cada casilla del tablero mientras contaba. -¿Sabes qué es esto?

- ¡Un puente!

- Muy bien. ¿Ves otro puente por aquí?

No tardó en encontrarlo.

- Éste.

- Eso es. Si caes aquí dices "de puente a puente...".

- Papi, ¿cómo se dice en inglés Cenicienta y Campanilla?

- Cinderella y Tinker Bell.

No había acabado de pronunciar los nombres cuando cogió su ficha y la llevó hasta la última casilla mientras gritaba que había ganado.

- Has hecho trampa, Leire.

Pero ya daba igual. Se había levantado y ya había entrado a su habitación para ponerse el vestido de princesa y los zapatos de tacón de Cenicienta.

Canción en si bemol

Índice

1. Wiskey in the jar (Thin Lizzy)

2. A pain I’m used to (Depeche Mode)

3. John, I’m only dancing (David Bowie)

4. Lucy in the sky with diamonds (The Beatles)

5. Everybody hurts (REM)

6. I’m through with love (Chet Baker)

7. Who wants to live forever (Queen)

8. Listen to what the man said (Paul McCartney)

9. My wife’s hometown (Bob Dylan)

10. Suicide Blonde (INXS)



Desde la botella que abrazaba Jota hasta la puerta de entrada del apartamento se extendía un camino bien perfilado de gotas de whiskey. Llevaba dormido desde poco antes de amanecer. A media mañana Lucía Sambold cogió su bolso y siguió el rastro de alcohol sobre el suelo hacia la salida, como una metáfora de la vida que le había tocado vivir. La vida real no le había enseñado cómo salir del torrente de desgracias en la que estaba sumida desde que estaba con Jota. Su desgracia era como una maleta que la acompañaba a cualquier lugar y a cuyo peso se había acabado por acostumbrar.

Cansada, se dirigió hacia la cárcel de cristal donde trabajaba, en la que decenas de pares de ojos al día contemplaban cómo se contorsionaba cada vez con menos ropa. Unas pocas monedas para conseguir que aquellos desconocidos olvidaran su vida, unas pocas monedas para que Lucía se hundiera más en su propio infierno. Al acabar sus horas de exhibición regresaba con Jota, volvía a soportar sus humillaciones, le decía que solo bailaba, que era la mejor forma que tenían de ganar algo de dinero, que lo hacía por los dos. Pero lo único que conseguía eran golpes secos con sabor a wiskey y soledad. Jota se marchaba al anochecer y todo volvía a comenzar de cero, con sus pastillas, sus gramitos de coca, su ginebra y su momento de intimidad, el único en el que podia liberarse y volar.

No pasó demasiado tiempo hasta que Lucía tomó la decisión. Fue fácil, solo tuvo que asestarle dos puñaladas en el cuello mientras dormía abrazado a la botella de Johnny Walker. Tal y como había visto en una película. Se acabó. Todo el mundo hace daño, tú me lo hiciste y yo te lo hago, pensó rabiosa mientras le mataba. Cogió sus dos maletas; en una llevaba sus cosas, la otra tenía pensado vaciarla. No fue a trabajar. Aquel trabajo sería lo primero de lo que se deshiciera de su segunda maleta. Después abandonó las ganas de enamorarse de nuevo. Sintió que se avecinaban cambios, que todo iba a ser diferente a partir de aquel momento.

– ¿Pensó en suicidarse?

Sonrió. Se frotaba las manos nerviosa. Unos mechones de pelo rubio que se escapaban de su coleta tapaban parcialmente sus ojos. Fue capaz de reunir la fuerza suficiente como para matar a un hombre que la torturaba y no pudo quitarse de en medio y dejar de sufrir.

– Soy demasiado cobarde para hacerlo. Pero no quiero vivir para siempre, se lo dije al psicólogo de aquí, y creo que por eso me han puesto en un programa de prevención de suicidios. Por aquel entonces no es que tuviera demasiadas ganas de seguir viva, pero debía continuar. Pensaba “¿Y si pudiera irme?”, “¿y si cambiara mi suerte?”, “¿y si pasara desapercibida?”. Demasiados condicionales y demasiados condicionantes. Quizá esperaba un trío de ases en la siguiente mano. Es una pena que nunca aprendiera a jugar al póker.

– Pero conoció a aquel hombre. ¿Cómo se llamaba?

– Barrientos. Sí, era el dueño de la pensión de Bilbao donde malvivía. Un buen hombre. Hablaba mucho con él. Necesitaba alguien con quien desahogarme y me decía a mí misma que debía escucharle, escuchar sus consejos, su experiencia. Me hablaba de su mujer y de los problemas que tuvo cuando fue a vivir con ella a su ciudad natal. Algo parecido a lo que me ocurrió a mí con Jota. Pobre, le utilizaba como si fuera un psicólogo para intentar limpiarme por dentro.

Una sirena atronó en la sala y dos funcionarios con cara de pocos amigos entraron en ella. Agarraron a Lucía Sambold de los brazos y le indicaron que era hora de regresar a la celda, la misma en la que pasaba cada día desde hacía tres años. Miró hacia atrás. Yo ya había desconectado la grabadora y le agradecía el tiempo que me había dedicado mientras se la llevaban.

– Si algo me sobra ahora es tiempo. Confío en que escribirás un buen artículo –gritó desde el pasillo de seguridad.

El reportaje fue portada dos días antes de que Lucía Sambold apareciera muerta en su celda.

domingo, 11 de marzo de 2012

La mano nerviosa

Federico contaba en su cabeza los pasos que habían desde la entrada de su casa hasta la mesa del comedor, donde estaba Clementine. Se detuvo justo detrás de ella y preguntó:

—Abuelita, ¿Estás jugando cartas? —Los naipes que tenía ella en sus manos salieron volando por todo el salón.

—¡Federico, te he dicho que no me des esos sustos!... ¿Por qué has vuelto tan pronto?

—Les dije a los chicos que los alcanzaría para jugar, pero cuando volví, habían desaparecido —contestó el niño, mientras se secaba el sudor de la frente con el cuello de su camiseta.

Federico recogía las cartas que cayeron al piso, mientras Clementine armaba una pila con las que estaban sobre la mesa.

—¿Qué juegas abuelita? ¿Puedo jugar contigo?

—Estaba en medio de una partida de solitario y ese un juego para una sola persona. ¿Qué tal si te enseño otro para que lo puedas practicar con tus amiguitos?

— ¡Sí!... Sí, sí, sí abuelita… Dime, dime, dime, dime…

Federico entregó el resto de las barajas a su abuela y sin perder de vista el mazo de naipes, corría por una silla y se ponía de rodillas sobre ella.

—Este juego se llama mano nerviosa….

—¿Mano nerviosa? ¿Entonces hay que estar nervioso para poder jugar?

—No, Fede… al contrario. Este juego consiste en no perder la calma. Se empieza barajando las cartas, mira…

— ¡Oh, abuelita! Tú barajas como los magos, yo no sé mezclar las cartas así. Con la mano nerviosa voy a perder igual que me pasa siempre —dijo el niño haciendo pucheros.

—No tienes que hacerlo así, sólo asegúrate que estén bien mezcladas y que nadie en la mesa pueda adivinar qué carta saldrá.

—¿Entonces hay que tener poderes mágicos para adivinar las cartas?

—No, este juego no tiene nada que ver con la magia, consiste en reaccionar antes que nadie, ¡es todo!... Empiezas cantando las cartas…

—¿Cantar? ¿Existe la canción de la mano nerviosa?

—No, no, no… No tienes que cantar ninguna canción. Solo debes decir en voz alta los números, del uno al doce, mientras vas poniendo las barajas sobre la mesa con el dibujo hacia arriba.

—¡Ah!, entonces tengo que cantar los números como los niños de la lotería…

En medio de un suspiro Clementine pensó: « ¡Ay!… mi pequeño gili…». Federico era capaz de sacar de quicio incluso al más paciente.

—De hacerlo así puede que resulte más divertido, pero no es necesario. Volvamos al juego… Supongamos que vas por la cuarta carta y coincide que la baraja que pones sobre la mesa tiene el número cuatro, los jugadores deberán poner rápidamente su mano sobre ella; el último que lo haga se lleva todas las que estén sobre la mesa.

—Entonces el que se lleva las cartas gana...

—No, el que se queda con todas las cartas es el que pierde —dijo ella, deslizando el mazo al centro de la mesa.

—Hummm… ¿y eso es todo abuelita? —preguntó Federico ya sin el entusiasmo de antes.

—Sí, ¿qué tal si jugamos una partida? ¿Cantas tú?

El niño tomó el mazo de cartas, se sentó en la silla y con torpeza intentaba barajarlas.

Clementine le guiña un ojo a su nieto y con picardía le advierte: «El que se equivoca también pierde».