lunes, 5 de diciembre de 2011

El asesino del Hostal Margarita

Hola. Estos tres textos corresponden a los tres pequeños relatos en primera, segunda y tercera persona de hace un par de semanas (creo). No sé si he encontrado bien el punto de vista de la narración, ya me diréis. Mi intención ha sido contar una historia basada en un hecho real ocurrido en Madrid en 2009 (el intento de asesinato de una prostituta a manos de un tipo que sólo quería matar para saber qué se sentía. La mujer se salvó, ¿eh?). En fin, la base es un titular de prensa y el resto, invención. El primer texto cuenta el punto de vista del asesino (primera persona), el segundo el de un policía (segunda persona) y el último, el del recepcionista del hostal (la persona que queda).
Salu2

Primera persona
Alguien me dijo en un sueño que para matar por placer no hace falta pensar, solo desear descubrir el dolor ajeno y dejarse llevar. Eso era lo que más ansiaba. Asesinar y descubrir nuevas sensaciones.
Compré dos cuchillos de cocina con el mango de madera y remates dorados. Dejé escapar varias noches afilándolos mientras oteaba el vacío, imaginando cómo debía sonar la carne al ser atravesada por una hoja brillante de acero inoxidable. Después, siempre caía dormido y soñaba en gris y rojo, a veces en una amplia gama de tonos ocres. Veía pupilas de terror implorando piedad, gritos que parecían susurros en el fragor de la escena, un semidiós que otorgaba la vida o la arrancaba de cuajo. Luego, el episodio acababa en un festín de miembros desordenados sobre una alfombra redonda y mullida. Despertaba tiritando, con mi frente sembrada de perlas doradas salidas del infierno y las manos calientes y húmedas, como si las hubiera tenido ocultas en un barreño de sangre recién exprimida.

Solo lo haré una vez para luego desaparecer. Tras mi interpretación, vagaré por las calles pegajosas de Madrid hasta que el sol del verano derrita mis obsesiones y desaparezcan por los desagües de alguna callejuela olvidada. Y fingiré normalidad, dominaré mi psique como he visto hacer a otros. Me instalaré en una nueva vida, anónimo entre cientos de anónimos cuerpos que sudan al unísono.

Pero hasta que llegue ese momento necesitaré una víctima, alguna mujer a la que nadie eche de menos al día siguiente. La encontraré en Montera por apenas cuarenta euros y juntos, como dos farsantes enamorados, alquilaremos una habitación en una decrépita pensión de Gran Vía.

Apenas me muestre su cuerpo, el filo del cuchillo rasgará su brazo izquierdo. Una segunda embestida teñirá de rojo su pierna derecha. Apenas oiré sus gritos, sólo sentiré un calor excitante, sexual. En mi pecho latirán tambores de guerra... Después, cuando sus ojos abiertos hayan perdido el brillo, cuando su vientre haya dejado de sangrar y su respiración sea un mal recuerdo, me tumbaré junto al cuerpo inerte, acariciaré su pelo, su rostro, su sexo, para luego huir y confundirme entre la ajetreada multitud, fingiendo que no ha ocurrido nada mientras leo la sección de sucesos del diario y sonrío.


Segunda persona
Has tenido la mala suerte de cruzarte en su camino. No debías haber estado allí esta noche ni ninguna otra, ¿lo entiendes, Gladys? Como Judas, negaste tu destino tres veces. Una, cuando murió tu padre y te negaste a abandonar la ciudad. La segunda, cuando regresaste del túnel en el que te sumió una sobredosis de crack. La última, la promesa de una vida mejor en el norte junto a un pobre desgraciado. En las tres ocasiones te esperaba un autobús que te sacaría de aquí para llevarte donde quizá hubieras sido más feliz. Pero te has convertido en una cazadora adicta al peligro. Hace tiempo que tu sombra se pregunta por qué continúas girando la ruleta. Persigues a los hombres por dinero. Tuviste que mezclarte con quien buscaba una mujer solitaria para vivir un sueño insano, una desconocida sin vínculos afectivos, sin esposas que la sujetaran a un presente simple o a un futuro imperfecto. Tú buscabas salir del infierno y juntos habéis entrado en él por la puerta grande. De poco te sirvió defenderte. No reparaste en los enloquecidos ojos de aquel hombre cuando te asaltó en Montera. Tus sentidos solo se ocuparon de dos billetes arrugados de veinte euros que servirían para arreglar un mal día, pagar la pensión y malcomer durante unas horas más. Ahora nos volvemos a encontrar, somos como viejos amigos. He perdido la cuenta de las veces que te he detenido en las últimas semanas por ejercer en la calle. Déjame ver... Las heridas del brazo y de las piernas se te cerrarán, se notarán las cicatrices, pero si fuera tú no me preocuparía por ellas. Tampoco podrás utilizar la mano como antes, pero se recuperará. Pero esa puñalada en el costado tiene muy mala pinta, Gladys. No te apures, sobrevivirás. Por qué, me preguntas. El tipo estaba desequilibrado, no paraba de gritar que su única intención era saber qué se siente al asesinar a alguien sin motivo. Le caerán muchos años. No te molestará más, pero te aconsejo que te vayas. Recupérate cuanto antes, coge el primer autobús y lárgate. Ningún cliente te querría sin dos dedos de la mano.


Tercera persona
Hace casi 20 años que Marcial pasa las noches agazapado tras el viejo mostrador de la pensión Margarita. A estas alturas ya ha dejado de preocuparse por el futuro y de lamentarse por el pasado.
De joven había trabajado de botones en el Villamagna donde ganaba buenas perras, como solía decir. Con la llegada de la democracia había ido ascendiendo en el escalafón de la hostelería. Trabajó en varios hoteles como jefe de mantenimiento, responsable de camareros y director de suministros. Pero el alcohol terminó por enterrar su carrera, que comenzó a hundirse cuando su mujer le abandonó, y después de que su hijo cayera desde un cuarto piso y muriera tras permanecer unos meses en coma. Con una vida destrozada y sin opciones de pagar un alquiler, sólo podía optar por vagar sin rumbo, entre cubos de basura, carritos de supermercado llenos de bolsas y desprecio. Pero la señora Margarita, que en paz descanse, le ofreció cobijo y, aún hoy, el hijo de la benefactora sigue confiando en él para proteger el negocio por las noches.

Si algo tiene Marcial es pulcritud. Como cada noche, lo primero que ha hecho al llegar es barrer y fregar el suelo de gres blanco con pequeñas incrustaciones negras, limpiar el mostrador de la entrada y ordenar los bolígrafos del viejo bote de latón impreso con una escena costumbrista del siglo XIX. Es ese uno de los múltiples detalles que dan al entorno laboral de Marcial un aire decadente impensable en una ciudad como Madrid.
Otra de las ventajas de tenerle al frente del turno de noche es que cala a la gente como nadie y no olvida una cara. Observa y archiva los rostros y, aunque pase el tiempo, es capaz de colocarlos en su correspondiente tiempo y lugar. Hasta para eso es ordenado. Y esta noche se ha fijado en la extraña mirada del acompañante de Gladys, una habitual en las noches de la pensión. La pareja ha sido obsequiada con la habitación 4, en el primer piso, la de la ventana con vistas a la calle Barco. Marcial se sienta y lo reconoce: ese hombre formaba parte del equipo médico que le atendió tras el shock provocado por el accidente de su hijo. Cuántos años habrán pasado ya, se dice mientras hace un cálculo rápido. Pero vuelve al presente: cree que era psicólogo, aunque en eso no puede estar muy seguro.
Sólo han pasado quince minutos y escucha gritos de socorro, golpes, un cristal que se rompe. Marcial no duda en levantar el auricular del teléfono y marcar el 112. Todo ocurre con rapidez. Gladys aparece en escena ensangrentada y desnuda, aullando de terror, saliendo despavorida del hostal justo cuando un coche de policía se detiene en la puerta.

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