Primera Persona
Cuando salgo del portal me espabilo rápidamente por el frío. Creo que no me he abrigado lo suficiente y el cielo está completamente cubierto. Voy a coger un resfriado casi seguro… bueno, bien pensado no es tan malo, así puedo quedarme solo en casa, tranquilamente, sin ver a nadie.
Una corriente de aire helado sopla con fuerza y se me cuela por la ropa, haciendo que me arrebuje sin pensarlo. Recorro la acera de lo que parece un mundo muerto. En él los árboles disfrutan de un sueño eterno y yo soy el único ser vivo. Qué irónico, lo único que tengo de vivo es que me late el corazón. Mis pasos crean eco en el silencio.
Ya en el metro, la ilusión se desvanece ante una masa de personas que entran a mogollón en el tren. A duras penas entro yo y quedo aplastado contra la puerta. ¿Se sentirán así las sardinas enlatadas? Lo dudo, seguro que ellas están más fresquitas. Dios, qué calor, qué agobio. Todo cuerpos por todas partes, que me rozan, me empujan en cada vaivén del tren. Me arden las manos, la nuca, la frente. Hay una barra de metal de agradable frescor detrás de mí y la agarro como puedo, pero no me alivia demasiado.
Al fin he llegado a mi estación y, en cuanto es posible, huyo de aquella caja de metal, de su ambiente asfixiante y de esos cuerpos cálidos, de… no sé.
Atravieso torniquetes y puertas y el frío de la mañana me acaricia la cara. Huele a humedad y las nubes ya no son tan oscuras, aunque el cielo sigue igual de triste. Me siento como debe sentirse él, solo. Y cuando sale el sol es como si le faltara algo a él, a mí, ese agua que une mi interior con el exterior gracias al frío. Ojala fuese la lluvia que une los eternamente separados cielo y tierra, y así fundirme con ellos y desaparecer.
Segunda Persona
Mira el cielo negro cubierto de nubes. Piensa que quizá no te has abrigado demasiado, que es muy probable que cojas un buen resfriado y date cuenta de que lo prefieres. Así te mantendrás alejado de los demás el tiempo que dure la enfermedad. Encógete instintivamente ante el frío como si fueras un proyecto de tortuga y echa a andar por la acera. Tus pasos resuenan en el silencio de la mañana. Los árboles parecen dormidos. Te sientes el único ser vivo en la oscuridad previa al amanecer, a pesar de saber que por dentro estás muerto.
Coge el metro y comprueba que no eres la única persona en el mundo. Te cuesta entrar en el vagón y te encuentras aplastado contra la puerta. Pregúntate si así se sienten las sardinas enlatadas. Sufre el calor humano que te asfixia en tu cazadora e intenta rebajar la temperatura de tus manos agarrando con fuerza la barra de metal que tienes detrás.
En cuanto llegues a tu parada, huye, aunque no sepas de qué exactamente: quizás de aquella caja abarrotada en la que no hay apenas oxígeno, o del contacto con la gente, de la invasión de tu espacio vital…
Y al fin sales de nuevo a la calle, al aire fresco que huele a lluvia. El cielo ya no está tan negro, aunque una capa de tristeza lo arropa y te transmite su soledad a través de cada gota de agua. No es nada nuevo en ti ese sentimiento. Lo sientes tan propio que lo echas de menos cuando no está. Es otra pieza que falta a tu puzzle a medio completar. Tu forma de caminar es más lenta que antes, quieres sentir el frío tanto dentro como fuera de ti. Quieres fundirte con la lluvia y dejar de existir.
Tercera persona
Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.
Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.
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