La noche del 25 de noviembre de 1994 el único vigilante de la única empresa de la Avenida de Lombardía se levantó de su silla, se ajustó los pantalones y echó una ojeada a los monitores. Había permanecido un buen rato recostado con los pies apoyados en la mesa bebiendo un refresco energético y, a las tres de la madrugada, hizo la habitual llamada de teléfono a la central avisando de que abandonaba su puesto para empezar la ronda por todo el edificio. Enfoqué la luz de la linterna a su ficha y volví a repasarla: Severino Sendra, 45 años, ex presidiario, logró convertirse en vigilante jurado gracias a los favores de uno de sus primos, asesinado hace ahora año y medio en extrañas circunstancias, una muerte que la policía jamás pudo aclarar. Justo en ese momento recibí la llamada de Rómulo; había que empezar a trabajar. Me ajusté el pasamontañas y bajé del coche con las herramientas. A estas alturas, el sistema de seguridad debía estar anulado, lo cual me permitiría entrar al edificio por la puerta principal sin que sonaran las alarmas ni ser grabado. Eran las tres y cinco y el vigilante estaría en la segunda planta, contabilidad. Dos minutos después, estaba agazapado observando sus movimientos.
Ayudado por una pequeña linterna e iluminado por los pocos ordenadores que continuaban encendidos, el vigilante se había sentado en una silla y había extraído diferentes papeles de algunas carpetas que había dejado abiertas sobre una mesa. La luz que rebotaba en los papeles le iluminaba el rostro de manera indirecta, lo justo para poder distinguir la cicatriz en el labio superior y la nariz de boxeador retirado. Actuaba deprisa y, aunque parecía nervioso, parecía tenerlo todo bajo control, sabía el lugar exacto de cada papel, de cada documento, de cada factura. Así que esto es lo que estuvo haciendo durante este último mes, ¿verdad? Había localizado todas las facturas, pagarés, documentos confidenciales, había memorizado todos los que le interesaban y dónde estaban guardados y ahora estaba en pleno ejercicio de recopilación. Se limpiaba el sudor con el dorso de la mano, respiraba con dificultad, y observé que el tic del ojo derecho en el que reparé días atrás con los prismáticos se agudizaba.
Quería darle tiempo para tener más pruebas contra él antes de ponerme en acción. Cuando pareció tener todo lo que buscaba, el vigilante se introdujo la mano derecha en el bolsillo, del que extrajo un teléfono móvil. Desde mi posición escuché con nitidez la musiquilla aguda del teclado. Mientras sacaba mi Beretta 9 milímetros, escuchaba cómo conversaba con alguien y le proporcionaba los datos que había recuperado. Cuando colgó, respiró hondo, sacó su arma de la funda, se colocó el cañón en la sien y apretó el gatillo.
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