martes, 29 de noviembre de 2011

Caminas

Primera Persona

Cuando salgo del portal me espabilo rápidamente por el frío. Creo que no me he abrigado lo suficiente y el cielo está completamente cubierto. Voy a coger un resfriado casi seguro… bueno, bien pensado no es tan malo, así puedo quedarme solo en casa, tranquilamente, sin ver a nadie.
Una corriente de aire helado sopla con fuerza y se me cuela por la ropa, haciendo que me arrebuje sin pensarlo. Recorro la acera de lo que parece un mundo muerto. En él los árboles disfrutan de un sueño eterno y yo soy el único ser vivo. Qué irónico, lo único que tengo de vivo es que me late el corazón. Mis pasos crean eco en el silencio.
Ya en el metro, la ilusión se desvanece ante una masa de personas que entran a mogollón en el tren. A duras penas entro yo y quedo aplastado contra la puerta. ¿Se sentirán así las sardinas enlatadas? Lo dudo, seguro que ellas están más fresquitas. Dios, qué calor, qué agobio. Todo cuerpos por todas partes, que me rozan, me empujan en cada vaivén del tren. Me arden las manos, la nuca, la frente. Hay una barra de metal de agradable frescor detrás de mí y la agarro como puedo, pero no me alivia demasiado.
Al fin he llegado a mi estación y, en cuanto es posible, huyo de aquella caja de metal, de su ambiente asfixiante y de esos cuerpos cálidos, de… no sé.
Atravieso torniquetes y puertas y el frío de la mañana me acaricia la cara. Huele a humedad y las nubes ya no son tan oscuras, aunque el cielo sigue igual de triste. Me siento como debe sentirse él, solo. Y cuando sale el sol es como si le faltara algo a él, a mí, ese agua que une mi interior con el exterior gracias al frío. Ojala fuese la lluvia que une los eternamente separados cielo y tierra, y así fundirme con ellos y desaparecer.


Segunda Persona

Mira el cielo negro cubierto de nubes. Piensa que quizá no te has abrigado demasiado, que es muy probable que cojas un buen resfriado y date cuenta de que lo prefieres. Así te mantendrás alejado de los demás el tiempo que dure la enfermedad. Encógete instintivamente ante el frío como si fueras un proyecto de tortuga y echa a andar por la acera. Tus pasos resuenan en el silencio de la mañana. Los árboles parecen dormidos. Te sientes el único ser vivo en la oscuridad previa al amanecer, a pesar de saber que por dentro estás muerto.
Coge el metro y comprueba que no eres la única persona en el mundo. Te cuesta entrar en el vagón y te encuentras aplastado contra la puerta. Pregúntate si así se sienten las sardinas enlatadas. Sufre el calor humano que te asfixia en tu cazadora e intenta rebajar la temperatura de tus manos agarrando con fuerza la barra de metal que tienes detrás.
En cuanto llegues a tu parada, huye, aunque no sepas de qué exactamente: quizás de aquella caja abarrotada en la que no hay apenas oxígeno, o del contacto con la gente, de la invasión de tu espacio vital…
Y al fin sales de nuevo a la calle, al aire fresco que huele a lluvia. El cielo ya no está tan negro, aunque una capa de tristeza lo arropa y te transmite su soledad a través de cada gota de agua. No es nada nuevo en ti ese sentimiento. Lo sientes tan propio que lo echas de menos cuando no está. Es otra pieza que falta a tu puzzle a medio completar. Tu forma de caminar es más lenta que antes, quieres sentir el frío tanto dentro como fuera de ti. Quieres fundirte con la lluvia y dejar de existir.


Tercera persona

Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Publica tus cosas online

Hola amigos,
Aunque después del curso seamos unos escritores cojonudos y escribamos alguna novelaensayocuentorelato con posibilidad de convertirse en best seller, el problema vendrá a la hora de dar con un editor que se arriesgue a imprimir unos cuantos ejemplares y darles bola. Como intuyo que ese será el escenario más probable, hay una web que los publica online. No sé cómo funciona o si hay que pagar o si lo conocéis, pero ahí lo dejo para que investiguéis si tenéis un ratillo libre: www.bubok.es

Hala, a seguir creando!

lunes, 21 de noviembre de 2011

Tejiendo recuerdos

Desde el sofá la veo venir por el pasillo, haciendo ruido con el poco tacón de sus zapatos. Nunca lleva zapatillas de andar por casa. Enciende la lucecita que hay en su sitio favorito y, despacio, como si le costara, se sienta en la silla, en su butaca, como dice ella. Se pasa la mano por el pelo mientras comenta, con un tono de voz bastante indignado, que no entiende la necesidad de que se digan tantos tacos en televisión. Después, coge la bolsa verde que hay a sus pies, la coloca en su regazo y saca un ovillo de lana azul y las agujas con la labor. A los pocos segundos cuenta puntos y teje a gran velocidad, mientras narra sus recuerdos de la guerra civil y sus paseos con mi abuelo por la calle Gran Vía.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Severino Sendra (narrador testigo)

La noche del 25 de noviembre de 1994 el único vigilante de la única empresa de la Avenida de Lombardía se levantó de su silla, se ajustó los pantalones y echó una ojeada a los monitores. Había permanecido un buen rato recostado con los pies apoyados en la mesa bebiendo un refresco energético y, a las tres de la madrugada, hizo la habitual llamada de teléfono a la central avisando de que abandonaba su puesto para empezar la ronda por todo el edificio. Enfoqué la luz de la linterna a su ficha y volví a repasarla: Severino Sendra, 45 años, ex presidiario, logró convertirse en vigilante jurado gracias a los favores de uno de sus primos, asesinado hace ahora año y medio en extrañas circunstancias, una muerte que la policía jamás pudo aclarar. Justo en ese momento recibí la llamada de Rómulo; había que empezar a trabajar. Me ajusté el pasamontañas y bajé del coche con las herramientas. A estas alturas, el sistema de seguridad debía estar anulado, lo cual me permitiría entrar al edificio por la puerta principal sin que sonaran las alarmas ni ser grabado. Eran las tres y cinco y el vigilante estaría en la segunda planta, contabilidad. Dos minutos después, estaba agazapado observando sus movimientos.

Ayudado por una pequeña linterna e iluminado por los pocos ordenadores que continuaban encendidos, el vigilante se había sentado en una silla y había extraído diferentes papeles de algunas carpetas que había dejado abiertas sobre una mesa. La luz que rebotaba en los papeles le iluminaba el rostro de manera indirecta, lo justo para poder distinguir la cicatriz en el labio superior y la nariz de boxeador retirado. Actuaba deprisa y, aunque parecía nervioso, parecía tenerlo todo bajo control, sabía el lugar exacto de cada papel, de cada documento, de cada factura. Así que esto es lo que estuvo haciendo durante este último mes, ¿verdad? Había localizado todas las facturas, pagarés, documentos confidenciales, había memorizado todos los que le interesaban y dónde estaban guardados y ahora estaba en pleno ejercicio de recopilación. Se limpiaba el sudor con el dorso de la mano, respiraba con dificultad, y observé que el tic del ojo derecho en el que reparé días atrás con los prismáticos se agudizaba.

Quería darle tiempo para tener más pruebas contra él antes de ponerme en acción. Cuando pareció tener todo lo que buscaba, el vigilante se introdujo la mano derecha en el bolsillo, del que extrajo un teléfono móvil. Desde mi posición escuché con nitidez la musiquilla aguda del teclado. Mientras sacaba mi Beretta 9 milímetros, escuchaba cómo conversaba con alguien y le proporcionaba los datos que había recuperado. Cuando colgó, respiró hondo, sacó su arma de la funda, se colocó el cañón en la sien y apretó el gatillo.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Beso de otoño (Relato en primera persona protagonista)

La veo alejarse iluminada por la macilenta luz que ensombrece la madrugada de la calle Mayor. Estoy inmóvil con la mirada fija en sus pantalones, intentando dar forma a sus muslos, a la parte trasera de las rodillas, a sus tobillos. Mantiene la curiosa forma de caminar de entonces, torciendo levemente el pie derecho hacia dentro. Su cabello oscuro se confunde con la noche, largo como lo que me queda de vida sin ella. Hago esfuerzos por archivar en algún pliegue de mi cerebro su última mirada. Aún hoy no sé si era de ternura, de lástima o de agradecimiento. Noto que mis labios aún mantienen la humedad del beso.


El beso. Un contacto que había deseado desde que la vi por primera vez en la facultad, cuando aún desconocía que sería mi compañera de clase durante cinco años. Aunque hayan pasado más de dos lustros, recuerdo la escena como si la viera en el interior de una bola de cristal, quizá un poco deformada, pero bella e intensa. Las escaleras del edificio gris, anchas y negras, el momento en que la vi allá arriba, haciendo equilibrios sobre el último escalón, último e inalcanzable para mí, pero el primero para ella, iluminada por la luz que se escurría a través de un ventanal y se quedaba pegada a sus formas. Vi que hablaba con alguien allá en el cielo, mientras yo permanecía inmóvil allá abajo, en el infierno. Fue como una aparición mariana, ella, la virgen, yo, el pastorcillo inmóvil en el fango, sabiendo que algo pasa sin acertar a saber qué. Ahora sé que el amor a primera vista no es un mito, que existe, pero que jamás volveré a experimentarlo.


El beso llega tras haber quedado con ella en la calle Fuencarral a las siete de la tarde y haber estado paseando hasta Atocha mientras anochecía en un Madrid a punto de otoñar, después de una cena frugal y unas copas en un local de La Latina. Hace tiempo que no la veía. La conversación tarda en fluir, pero cuando lo hace es como entonces. Hablamos del tiempo que ha estado fuera de España, de lo complicado que es establecerse en Londres, de lo mal que trata el periodismo a los periodistas, del tiempo en que teníamos veinte años, cuando ni siquiera pensábamos que íbamos a llegar los treinta y cuatro. Suele pasar cuando dejas de compartir experiencias con una persona durante mucho tiempo: después de repasar con rapidez el presente, el pasado secuestra la conversación. Recordamos al misógino de Fajardo, al bueno de José Luis, las idas y venidas de Darío y su afán de comparar el aborto con la antropofagia, mi suspenso en redacción periodística, los calcetines de rombos que solía llevar ella el primer año... Durante la cena le recuerdo una extensa conversación sobre películas con nombre de mujer y cómo gané con ella al mus la primera vez que yo jugaba. Y ella me pregunta si recordaba aquél papelito que escribió durante una conferencia en el salón de actos en la que me prometía que en su cumpleaños iríamos al Parque de Atracciones. Sometidos a un retroceso adolescente, casi infantil, de nuestra conversación, tras una animada cena y con la confianza de estar haciendo lo correcto, digo aquéllo que debí haber dicho hace mucho tiempo.


Son las cuatro de la tarde cuando comienzo el ritual de prepararme para salir. Nunca lo hago con tanta antelación, pero me contagio de la velocidad absurda a la que late mi corazón. Quedé con ella para hoy tres días antes y, desde entonces, mi cabeza no ha parado de imaginar diferentes escenarios en los que lanzar mi discurso. Llevo dándole forma desde hace 72 horas y ahora lo practico en silencio mientras me ducho, mientras me afeito, mientras me visto y mientras espero sentado en el sofá dos horas y media antes de salir, con la mirada fija en un cuadro de Ikea. Mi cerebro exprime el discurso y calcula cuándo vocalizarlo. Sé que te va a sorprender pero siempre he estado enamorado de ti. Fui demasiado estúpido entonces y quizá lo sea ahora también, pero necesito decírtelo. Juego con ventaja, parece que te va bien en Londres viviendo con un fotógrafo, yo tengo mis asuntos amorosos descontrolados y no pierdo nada. El tiempo es un cristal oscuro que matiza en el presente lo que ocurrió en el pasado. Te confieso que has sido el amor de mi vida y que por mucho que se acumulen cristales delante de mis ojos, jamás emborrarán lo que siento y sentiré por ti.


A eso de las diez, su mano derecha se posa en mi mano izquierda, y mi mano libre acaricia su mejilla. Mis palabras han sido un bálsamo para mi maltrecha psique, ha sido como abrir una rendija en la losa fúnebre que me impedía respirar. Ella me dice que agradece mi sinceridad y me sonríe.


Estamos paseando cogidos de la mano y entramos en “El Mono Loco”. Tras dos gintonics me dice que debe marcharse. Mañana madruga y es el ultimo día antes de partir hacia su casa de Pemrose Street, donde comparte piso con una estudiante asiática. La triste iluminación de las farolas son testigo de nuestro abrazo. Espero volver a verte, eres lo más importante en mi vida, cuídate por favor, intentaré sobrevivir sin ti, abrázame de nuevo. Y el frío de Madrid queda fuera mientras el calor húmedo del beso me reconforta.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Cadáver Exquisito

Es fantástico cuando coges velocidad y hueles la gasolina. Y el tiempo pasaba sin sentir. Sin embargo, creo que debería descartarse la idea, no por ser descabellada, sino por todo lo contrario. Me falta el aliento y no sólo hablo de aire. No soy capaz de encontrar la última melodía que escuché en el estuche de los recuerdos. Es muy divertido hablar mientras ves una película e intentar adivinar lo que va a pasar.
Con los años he aprendido que el tiempo no para ni pide permiso para seguir su rumbo. Según el sentido que se sigue, llegaremos al debido final de nuestras dudas. Al volver a casa, me la encontré tirada en el suelo, la recogí y me fui. Me persigue el que yo seré.

martes, 8 de noviembre de 2011

Crónica en primera persona

Alucinógenos

Aquella mañana los párpados me pesaban más que cualquier otro lunes. Perezosa, aparté las mantas y apoyé los pies descalzos en el frío suelo y miré hacia la ventana. Fuera, un cielo plomizo parecía augurar un día triste y aburrido.
Después de desayunar y vestirme como un autómata, cogí el bolso, las llaves y salí de casa con gruñido de despedida, sin ganas de articular ni una palabra.
El aire frío de la mañana me recibió con una bofetada que hizo que me estremeciera, quizás debería haberme puesto un abrigo en lugar de una cazadora, pero ya no tenía ninguna gana de volver a subir a casa para cambiarme, casi seguro que llegaría tarde a la universidad. Caminé hacia la parada del bus, sin pensar en nada coherente y me detuve a esperar. Los minutos pasaron, dos, cinco, diez... y yo seguía sumida en un estado de absurda contemplación de las musarañas, hasta que un fuerte ruido me distrajo.
Un coche rojo se paró delante de mí y un hombre se bajó del coche. Me miró fijamente y se encaminó hacia donde estaba, con sus ojos marrones fijos en los míos. Me asusté y empecé a retroceder, pero él fue más rápido y, con una sonrisa misteriosa, cogió mi mano y puso en ella una llave. Sin decir nada, se marchó corriendo.
Alcé mis ojos conmocionados el escudo del llavero y miré el vehículo. No, no me había equivocado, pues un Ferrari Enzo, de un color rojo que quitaba el hipo estaba parado delante mío. Con paso vacilante, lo rodeé, acariciando con delicadeza el capó. Abrí la puerta y me senté, maravillada de lo cómodo que era. Parecía hecho especialmente para mí.
Con un ligero temblor en las manos, puse la llave en el contacto y arranqué el motor, que me recibió con un agradable rugido de bienvenida. Ya no fui consciente de nada más, solo de la carretera que recorría y de las sensaciones que me transmitía el coche.
Aún me pregunto si no me tomé algo raro en el desayuno.

Encuentros desconocidos


7:45 de la mañana, estoy subida en el Metro Ligero, camino a la universidad. Con movimientos parsimoniosos, aún medio dormida, saco los cascos del bolso mientras intento que no se me caiga el portátil al suelo. Están enredados, así que, haciendo malabares, comienzo a tirar de los cables por su caminito para que queden libres. Los conecto al móvil y deslizo el dedo por la pantalla. Una vez, dos, tres… y consigo acceder al menú multimedia. Después vuelvo a tener que intentarlo varias veces para acceder a la música. Pongo Led Zeppelin y desconecto del mundo que me rodea.
El transbordo lo hago sin darme cuenta, es la rutina de todas las mañanas, así como subirme al vagón de siempre por la misma puerta de cada día y ponerme en el mismo sitio.
Se suceden las paradas. En Plaza de Castilla se sube más gente de que la se baja y quedamos algo ajustados. Estoy bastante rodeada, pero sigo con mi música, abrazada a mi ordenador.
En cierto momento, entre las paradas de Tetuán y Estrecho, mi mente chisporrotea, como si se activara una alarma, y me hace levantar la vista con cautela. A dos palmos de mí, un chico alto y con el brazo izquierdo escayolado mira el tendido. Lo miro a la cara y bajo de nuevo la vista, indiferente, hasta que pocos segundos después la alarma de mi mente se vuelve a activar. Su cara guarda cierta semejanza con una persona a la que llevo años sin ver. A la que llevo años sin querer ver. Ha pasado tanto tiempo que ni siquiera estoy segura de que sea él de verdad. Pienso “tenía una nariz muy característica, si tiene la misma, es que es él”. Discretamente, vuelvo a mirarle. “Dios, tiene la misma nariz” Pero no pienso mirarle a los ojos, no quiero arriesgarme a ver sus ojos azules otra vez y que me reconozca, a verme forzada a mantener una conversación con ese perro traidor. Me giro un poco para mirar hacia la puerta, pero no puedo desconectar mi visión periférica y veo cómo es él el que me estudia en ese momento.
Ya hemos llegado a Cuatro Caminos y la mujer que tengo delante tarda un poco en salir, lo suficiente para que el chico tome la delantera. Justo antes de doblar la esquina del pasillo, se da la vuelta y me mira, y yo le miro a él, pero como soy miope y no llevo las gafas no puedo descubrir la verdad. No sé si es él.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Bloqueo

Este es uno de los primeros ejercicios que hicimos, escoger un objeto y elaborar un relato pero sin decir de qué objeto se trata:

Venga, venga, ¡deja de mirarme! Me tienes miedo ¿verdad? Bueno, quizás no sea miedo como tal, pero cierta inquietud, desasosiego, sé que pasan por tu cuerpo, por tu mente. Sigues mirándome, pensando, no sabes qué objeto escoger. Echas la culpa a las musas, dices “no es mi día” o “es que hoy no estoy inspirada”. ¡Bah, excusas! Sé que te doy miedo. Al fin y al cabo, soy yo el que produce tus palabras. De mí depende hacerlo bien o hacerlo mal. Tratas de disculparte argumentando “bah, eso de bien o mal es sólo un argumento maniqueo”, pero en el fondo te da pavor fracasar, te da pavor no hacerlo bien, te da pavor el qué dirán y, sobre todo, te da pavor no ser capaz de hacerlo. Te veo y sé que me miras, sé que te torturo. Es un reto, un duelo. Mientras yo permanezco plácidamente tumbado, con mi grafito reluciente, casi desafiante, tú mente sigue y sigue girando. Parezco afilado, te dices. Quizás demasiado, añades. ¿Y si me rompes al usarme?, te atreves a imaginar. Pero si no me coges, jamás podrás comprobarlo. Soy negro por dentro y bicolor por fuera, sí, pero puedo producir miles de colores, miles de ideas, miles de situaciones tiernas o terroríficas, bellas o desagradables, dulces o pornográficas pero ¡tienes que cogerme!


Amaya León (Irukina)