Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.
martes, 29 de noviembre de 2011
Caminas
Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Publica tus cosas online
Aunque después del curso seamos unos escritores cojonudos y escribamos alguna novelaensayocuentorelato con posibilidad de convertirse en best seller, el problema vendrá a la hora de dar con un editor que se arriesgue a imprimir unos cuantos ejemplares y darles bola. Como intuyo que ese será el escenario más probable, hay una web que los publica online. No sé cómo funciona o si hay que pagar o si lo conocéis, pero ahí lo dejo para que investiguéis si tenéis un ratillo libre: www.bubok.es
Hala, a seguir creando!
lunes, 21 de noviembre de 2011
Tejiendo recuerdos
lunes, 14 de noviembre de 2011
Severino Sendra (narrador testigo)
jueves, 10 de noviembre de 2011
Beso de otoño (Relato en primera persona protagonista)
La veo alejarse iluminada por la macilenta luz que ensombrece la madrugada de la calle Mayor. Estoy inmóvil con la mirada fija en sus pantalones, intentando dar forma a sus muslos, a la parte trasera de las rodillas, a sus tobillos. Mantiene la curiosa forma de caminar de entonces, torciendo levemente el pie derecho hacia dentro. Su cabello oscuro se confunde con la noche, largo como lo que me queda de vida sin ella. Hago esfuerzos por archivar en algún pliegue de mi cerebro su última mirada. Aún hoy no sé si era de ternura, de lástima o de agradecimiento. Noto que mis labios aún mantienen la humedad del beso.
El beso. Un contacto que había deseado desde que la vi por primera vez en la facultad, cuando aún desconocía que sería mi compañera de clase durante cinco años. Aunque hayan pasado más de dos lustros, recuerdo la escena como si la viera en el interior de una bola de cristal, quizá un poco deformada, pero bella e intensa. Las escaleras del edificio gris, anchas y negras, el momento en que la vi allá arriba, haciendo equilibrios sobre el último escalón, último e inalcanzable para mí, pero el primero para ella, iluminada por la luz que se escurría a través de un ventanal y se quedaba pegada a sus formas. Vi que hablaba con alguien allá en el cielo, mientras yo permanecía inmóvil allá abajo, en el infierno. Fue como una aparición mariana, ella, la virgen, yo, el pastorcillo inmóvil en el fango, sabiendo que algo pasa sin acertar a saber qué. Ahora sé que el amor a primera vista no es un mito, que existe, pero que jamás volveré a experimentarlo.
El beso llega tras haber quedado con ella en la calle Fuencarral a las siete de la tarde y haber estado paseando hasta Atocha mientras anochecía en un Madrid a punto de otoñar, después de una cena frugal y unas copas en un local de La Latina. Hace tiempo que no la veía. La conversación tarda en fluir, pero cuando lo hace es como entonces. Hablamos del tiempo que ha estado fuera de España, de lo complicado que es establecerse en Londres, de lo mal que trata el periodismo a los periodistas, del tiempo en que teníamos veinte años, cuando ni siquiera pensábamos que íbamos a llegar los treinta y cuatro. Suele pasar cuando dejas de compartir experiencias con una persona durante mucho tiempo: después de repasar con rapidez el presente, el pasado secuestra la conversación. Recordamos al misógino de Fajardo, al bueno de José Luis, las idas y venidas de Darío y su afán de comparar el aborto con la antropofagia, mi suspenso en redacción periodística, los calcetines de rombos que solía llevar ella el primer año... Durante la cena le recuerdo una extensa conversación sobre películas con nombre de mujer y cómo gané con ella al mus la primera vez que yo jugaba. Y ella me pregunta si recordaba aquél papelito que escribió durante una conferencia en el salón de actos en la que me prometía que en su cumpleaños iríamos al Parque de Atracciones. Sometidos a un retroceso adolescente, casi infantil, de nuestra conversación, tras una animada cena y con la confianza de estar haciendo lo correcto, digo aquéllo que debí haber dicho hace mucho tiempo.
Son las cuatro de la tarde cuando comienzo el ritual de prepararme para salir. Nunca lo hago con tanta antelación, pero me contagio de la velocidad absurda a la que late mi corazón. Quedé con ella para hoy tres días antes y, desde entonces, mi cabeza no ha parado de imaginar diferentes escenarios en los que lanzar mi discurso. Llevo dándole forma desde hace 72 horas y ahora lo practico en silencio mientras me ducho, mientras me afeito, mientras me visto y mientras espero sentado en el sofá dos horas y media antes de salir, con la mirada fija en un cuadro de Ikea. Mi cerebro exprime el discurso y calcula cuándo vocalizarlo. Sé que te va a sorprender pero siempre he estado enamorado de ti. Fui demasiado estúpido entonces y quizá lo sea ahora también, pero necesito decírtelo. Juego con ventaja, parece que te va bien en Londres viviendo con un fotógrafo, yo tengo mis asuntos amorosos descontrolados y no pierdo nada. El tiempo es un cristal oscuro que matiza en el presente lo que ocurrió en el pasado. Te confieso que has sido el amor de mi vida y que por mucho que se acumulen cristales delante de mis ojos, jamás emborrarán lo que siento y sentiré por ti.
A eso de las diez, su mano derecha se posa en mi mano izquierda, y mi mano libre acaricia su mejilla. Mis palabras han sido un bálsamo para mi maltrecha psique, ha sido como abrir una rendija en la losa fúnebre que me impedía respirar. Ella me dice que agradece mi sinceridad y me sonríe.
Estamos paseando cogidos de la mano y entramos en “El Mono Loco”. Tras dos gintonics me dice que debe marcharse. Mañana madruga y es el ultimo día antes de partir hacia su casa de Pemrose Street, donde comparte piso con una estudiante asiática. La triste iluminación de las farolas son testigo de nuestro abrazo. Espero volver a verte, eres lo más importante en mi vida, cuídate por favor, intentaré sobrevivir sin ti, abrázame de nuevo. Y el frío de Madrid queda fuera mientras el calor húmedo del beso me reconforta.
miércoles, 9 de noviembre de 2011
El Cadáver Exquisito
Con los años he aprendido que el tiempo no para ni pide permiso para seguir su rumbo. Según el sentido que se sigue, llegaremos al debido final de nuestras dudas. Al volver a casa, me la encontré tirada en el suelo, la recogí y me fui. Me persigue el que yo seré.
martes, 8 de noviembre de 2011
Crónica en primera persona
Aquella mañana los párpados me pesaban más que cualquier otro lunes. Perezosa, aparté las mantas y apoyé los pies descalzos en el frío suelo y miré hacia la ventana. Fuera, un cielo plomizo parecía augurar un día triste y aburrido.
Después de desayunar y vestirme como un autómata, cogí el bolso, las llaves y salí de casa con gruñido de despedida, sin ganas de articular ni una palabra.
El aire frío de la mañana me recibió con una bofetada que hizo que me estremeciera, quizás debería haberme puesto un abrigo en lugar de una cazadora, pero ya no tenía ninguna gana de volver a subir a casa para cambiarme, casi seguro que llegaría tarde a la universidad. Caminé hacia la parada del bus, sin pensar en nada coherente y me detuve a esperar. Los minutos pasaron, dos, cinco, diez... y yo seguía sumida en un estado de absurda contemplación de las musarañas, hasta que un fuerte ruido me distrajo.
Un coche rojo se paró delante de mí y un hombre se bajó del coche. Me miró fijamente y se encaminó hacia donde estaba, con sus ojos marrones fijos en los míos. Me asusté y empecé a retroceder, pero él fue más rápido y, con una sonrisa misteriosa, cogió mi mano y puso en ella una llave. Sin decir nada, se marchó corriendo.
Alcé mis ojos conmocionados el escudo del llavero y miré el vehículo. No, no me había equivocado, pues un Ferrari Enzo, de un color rojo que quitaba el hipo estaba parado delante mío. Con paso vacilante, lo rodeé, acariciando con delicadeza el capó. Abrí la puerta y me senté, maravillada de lo cómodo que era. Parecía hecho especialmente para mí.
Con un ligero temblor en las manos, puse la llave en el contacto y arranqué el motor, que me recibió con un agradable rugido de bienvenida. Ya no fui consciente de nada más, solo de la carretera que recorría y de las sensaciones que me transmitía el coche.
Aún me pregunto si no me tomé algo raro en el desayuno.
Encuentros desconocidos
sábado, 5 de noviembre de 2011
Bloqueo
Venga, venga, ¡deja de mirarme! Me tienes miedo ¿verdad? Bueno, quizás no sea miedo como tal, pero cierta inquietud, desasosiego, sé que pasan por tu cuerpo, por tu mente. Sigues mirándome, pensando, no sabes qué objeto escoger. Echas la culpa a las musas, dices “no es mi día” o “es que hoy no estoy inspirada”. ¡Bah, excusas! Sé que te doy miedo. Al fin y al cabo, soy yo el que produce tus palabras. De mí depende hacerlo bien o hacerlo mal. Tratas de disculparte argumentando “bah, eso de bien o mal es sólo un argumento maniqueo”, pero en el fondo te da pavor fracasar, te da pavor no hacerlo bien, te da pavor el qué dirán y, sobre todo, te da pavor no ser capaz de hacerlo. Te veo y sé que me miras, sé que te torturo. Es un reto, un duelo. Mientras yo permanezco plácidamente tumbado, con mi grafito reluciente, casi desafiante, tú mente sigue y sigue girando. Parezco afilado, te dices. Quizás demasiado, añades. ¿Y si me rompes al usarme?, te atreves a imaginar. Pero si no me coges, jamás podrás comprobarlo. Soy negro por dentro y bicolor por fuera, sí, pero puedo producir miles de colores, miles de ideas, miles de situaciones tiernas o terroríficas, bellas o desagradables, dulces o pornográficas pero ¡tienes que cogerme!
Amaya León (Irukina)