jueves, 10 de noviembre de 2011

Beso de otoño (Relato en primera persona protagonista)

La veo alejarse iluminada por la macilenta luz que ensombrece la madrugada de la calle Mayor. Estoy inmóvil con la mirada fija en sus pantalones, intentando dar forma a sus muslos, a la parte trasera de las rodillas, a sus tobillos. Mantiene la curiosa forma de caminar de entonces, torciendo levemente el pie derecho hacia dentro. Su cabello oscuro se confunde con la noche, largo como lo que me queda de vida sin ella. Hago esfuerzos por archivar en algún pliegue de mi cerebro su última mirada. Aún hoy no sé si era de ternura, de lástima o de agradecimiento. Noto que mis labios aún mantienen la humedad del beso.


El beso. Un contacto que había deseado desde que la vi por primera vez en la facultad, cuando aún desconocía que sería mi compañera de clase durante cinco años. Aunque hayan pasado más de dos lustros, recuerdo la escena como si la viera en el interior de una bola de cristal, quizá un poco deformada, pero bella e intensa. Las escaleras del edificio gris, anchas y negras, el momento en que la vi allá arriba, haciendo equilibrios sobre el último escalón, último e inalcanzable para mí, pero el primero para ella, iluminada por la luz que se escurría a través de un ventanal y se quedaba pegada a sus formas. Vi que hablaba con alguien allá en el cielo, mientras yo permanecía inmóvil allá abajo, en el infierno. Fue como una aparición mariana, ella, la virgen, yo, el pastorcillo inmóvil en el fango, sabiendo que algo pasa sin acertar a saber qué. Ahora sé que el amor a primera vista no es un mito, que existe, pero que jamás volveré a experimentarlo.


El beso llega tras haber quedado con ella en la calle Fuencarral a las siete de la tarde y haber estado paseando hasta Atocha mientras anochecía en un Madrid a punto de otoñar, después de una cena frugal y unas copas en un local de La Latina. Hace tiempo que no la veía. La conversación tarda en fluir, pero cuando lo hace es como entonces. Hablamos del tiempo que ha estado fuera de España, de lo complicado que es establecerse en Londres, de lo mal que trata el periodismo a los periodistas, del tiempo en que teníamos veinte años, cuando ni siquiera pensábamos que íbamos a llegar los treinta y cuatro. Suele pasar cuando dejas de compartir experiencias con una persona durante mucho tiempo: después de repasar con rapidez el presente, el pasado secuestra la conversación. Recordamos al misógino de Fajardo, al bueno de José Luis, las idas y venidas de Darío y su afán de comparar el aborto con la antropofagia, mi suspenso en redacción periodística, los calcetines de rombos que solía llevar ella el primer año... Durante la cena le recuerdo una extensa conversación sobre películas con nombre de mujer y cómo gané con ella al mus la primera vez que yo jugaba. Y ella me pregunta si recordaba aquél papelito que escribió durante una conferencia en el salón de actos en la que me prometía que en su cumpleaños iríamos al Parque de Atracciones. Sometidos a un retroceso adolescente, casi infantil, de nuestra conversación, tras una animada cena y con la confianza de estar haciendo lo correcto, digo aquéllo que debí haber dicho hace mucho tiempo.


Son las cuatro de la tarde cuando comienzo el ritual de prepararme para salir. Nunca lo hago con tanta antelación, pero me contagio de la velocidad absurda a la que late mi corazón. Quedé con ella para hoy tres días antes y, desde entonces, mi cabeza no ha parado de imaginar diferentes escenarios en los que lanzar mi discurso. Llevo dándole forma desde hace 72 horas y ahora lo practico en silencio mientras me ducho, mientras me afeito, mientras me visto y mientras espero sentado en el sofá dos horas y media antes de salir, con la mirada fija en un cuadro de Ikea. Mi cerebro exprime el discurso y calcula cuándo vocalizarlo. Sé que te va a sorprender pero siempre he estado enamorado de ti. Fui demasiado estúpido entonces y quizá lo sea ahora también, pero necesito decírtelo. Juego con ventaja, parece que te va bien en Londres viviendo con un fotógrafo, yo tengo mis asuntos amorosos descontrolados y no pierdo nada. El tiempo es un cristal oscuro que matiza en el presente lo que ocurrió en el pasado. Te confieso que has sido el amor de mi vida y que por mucho que se acumulen cristales delante de mis ojos, jamás emborrarán lo que siento y sentiré por ti.


A eso de las diez, su mano derecha se posa en mi mano izquierda, y mi mano libre acaricia su mejilla. Mis palabras han sido un bálsamo para mi maltrecha psique, ha sido como abrir una rendija en la losa fúnebre que me impedía respirar. Ella me dice que agradece mi sinceridad y me sonríe.


Estamos paseando cogidos de la mano y entramos en “El Mono Loco”. Tras dos gintonics me dice que debe marcharse. Mañana madruga y es el ultimo día antes de partir hacia su casa de Pemrose Street, donde comparte piso con una estudiante asiática. La triste iluminación de las farolas son testigo de nuestro abrazo. Espero volver a verte, eres lo más importante en mi vida, cuídate por favor, intentaré sobrevivir sin ti, abrázame de nuevo. Y el frío de Madrid queda fuera mientras el calor húmedo del beso me reconforta.

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