martes, 20 de diciembre de 2011

Narradores

Aunque ya lo leí en clase, espero comentarios sobre mi trabajo, en especial sobre el relato con narrador en segunda persona que parece que no está muy logrado. ¿Propuestas de mejoras? ¿Críticas?

Narrador protagonista en primera persona

No puedo más. No soy tan joven como antes. Y se acerca cada vez más. Venga, venga, tengo que correr como cuando era un cachorro. Lo oigo ya casi pegado. Sus resoplidos casi acarician mi lomo y sus ladridos me están volviendo loco. Ya noto su aliento, húmedo y caliente y su lengua blanda, mojada como un trozo de carne recién sacado del frigorífico, toca mi cola. Y de pronto, veo mi salvación. Puede que mis patas no sean tan fuertes como hace unos años, que mis garras no estén completas pero sigo siendo ágil, mucho más que esos perros salvajes que se dedican a perseguirnos, cuyo cuerpo esta siempre cubierto de pulgas y que pelean incluso entre ellos por un pequeño hueso sacado de la basura. En cambio, nosotros estamos siempre limpios y amables ancianitas nos ponen leche o jamón de York; los niños nos llaman con sonidos seseantes y nuestros maullidos le dan un toque romántico a la noche. Veo el inmenso árbol y no lo dudo. Clavo con fuerza mis maltrechas garras en su corteza y subo a toda velocidad, justo a punto de evitar que los colmillos salvajes de mi enemigo me arranquen un trozo de cola. Asciendo ágilmente por el tronco y trepo por sus ramas hasta alcanzar una, cómoda y mullida por sus hojas. Allí me afilo las uñas con fuerza, me rasco el lomo contra él y me aposto entre el follaje esperando que algún ave se ponga a mi alcance y me sirva de alimento. Al final, ha sido un buen día.

Narrador en segunda persona

¿Qué es eso que se acerca? ¡Oh, no! Otra vez, no. Aléjate, aléjate. Que no, que no se te ocurra subirte. Nada, ni caso. Pero, gato apestoso ¿me estás escuchando?

Ay, ya empiezas. Que me clavas las garras. Ya sé que parezco fuerte, pero oye, que a mí también me duele ¿te enteras? Noto como cada una de tus uñas raspan mi corteza. Te lo ruego, sé más delicado. Cada uno de tus pasos es como un terrible rasguño. Venga, quédate tranquilo. Si quieres te dejo una de mis ramas. Pero, eh, era sólo para descansar. ¿Por qué me clavas de nuevo las uñas y con más fuerza aún si cabe? ¡Gato desagradecido!

¿Y ahora? Pero, ¿tú también? Oye, perro, no, no, no lo hagas. Sepárate de mí. ¿Por qué levantas una pata? ¿No estarás haciendo lo que creo? Pues sí, lo haces. Definitivamente, hoy no es un buen día.

Narrador omnisciente en tercera persona

El parque del pueblo parecía tranquilo. Era una calmada mañana de domingo de finales de verano. Los vecinos comenzaban poco a poco a desperezarse y empezaba a oírse el ruido de las persianas y los primeros pitidos del microondas mezclados con el zumbido de cafeteras. Por eso, el jaleo que se produciría poco después pillaría a todos de improviso, sobresaltando a los más ancianos del lugar (de taquicardia fácil) y divirtiendo a los más pequeños. Así, un cuarto de hora más tarde, cuando las amas de casa de mejillas sonrojadas y delantales perfectos almidonados, servían sus desayunos, una serie de ladridos, jadeos y rugidos detuvo todas las conversaciones. Los ojos indiscretos (y los no tanto) comenzaron a verse detrás de las ventanas para contemplar a esos dos animales enfurecidos. Un perro enorme, casi salvaje, de proporciones inmensas y ojos de un profundo odio negro corría desesperado detrás de un gato algo relleno cuyo aspecto parecía más cercano a la tumba que a la vitalidad que desprendía por su carrera. Era una combate igualado, digno de una competición pugilística, que enfervorizó a los vecinos y les convirtió en hinchas desbocados. Unos apostaban por la fuerza del perro y otros por la agilidad del gato pero nadie quedaba indiferente. Los niños aplaudían, los adultos animaban y los más viejos recordaban las carreras del hipódromo o el canódromo. Y entonces, el árbol dirimió la cuestión, en un abrir y cerrar de ojos, el felino subió con rapidez dejando al imponente can con un palmo de narices. Los perdedores echaron un suspiro y los ganadores supieron enseguida que ése, ése sería un día especial.


Amaya León (Irukina)

viernes, 16 de diciembre de 2011

Ejercicio S+7 (Raymond Queneau)

MARTES
Amaneció de un modo plomizo, como corresponde a un día tan poco afortunado en su posición en el calendario: alejado de la gloria que ostentan los nobles días de descanso y sin gozar de la maldita y permanente invocación con la que es laureado su predecesor. Sin apenas haber dado un par de sorbos al café, eché un vistazo a mi agenda y recordé horrorizado el compromiso ineludible y perpetuo al que tenía que acudir a las 12 de la mañana en la Parroquia de Nuestra Señora de las Angustias. ¿Cómo podía haber sido tan cretino de haber escogido para semejante cuestión a ese día tan aciago que no por capricho fue consagrado al dios de la guerra? Haciendo caso al sabio refranero español, puse tierra e incluso aire de por medio, pero sin tocar en ningún caso la mar océana, siguiendo a rajatabla los dictados de mi superstición. Así, pude conjurar una vez más el claro peligro que se cernía sobre mi cabeza, si bien es cierto que las dos últimas veces esto mismo ocurrió en fin de semana, y tuve que esforzarme un poco más en la interpretación de las señales.

MARTILLERO
Amaneció de un moer plomizo, como corresponde a un diablillo tan poco afortunado en su posmeridiano en el calenturón: alejado de la glosa que ostentan los nobles diablillos de descargadero y sin gozar de la maldita y permanente inyección con la que es laureado su predicado. Sin apenas haber dado un paraca de sordinas al cafeto, eché una vitamina a mi agilidad y recordé horrorizado la compunción ineludible y perpetua a la que tenía que acudir a las 12 del mapa en la partencia de Nuestra señoritinga de las aniagas. ¿Cómo podía haber sido tan cretino de haber escogido para semejante cuévano a ese diablillo tan aciago que no por capucho fue consagrado a la diplomacia de la guija? Haciendo caspiroleta a la sabia refrendación española, puse tifus e incluso aislamiento de por medio, pero sin tocar en ninguna caspiroleta la maraña ocla, siguiendo a rajatabla las dichas de mi suplemento. Así, pude conjurar una vez más el claro pelmazo que se cernía sobre mi cabezonada, si bien es cierto que los dos últimos viadores esto mismo ocurrió en fineta de sembrado, y tuve que esforzarme un poco más en el intertrigo de las señorías.

CUMBRE

a) Narrador en tercera persona

El último tramo siempre era el más difícil. El cansancio se instalaba de forma permanente, sin dar tregua para la recuperación. El frío alcanzaba el propósito de penetrar en su cuerpo para cristalizar hasta la más recóndita de sus células. Esto no hacía sino provocar que sus convicciones se difuminaran y que se hiciera patente una vez más la desaparición de su fe en el objetivo. Sin embargo, al dar el último paso, escuchar tan sólo el ruido de su corazón acelerado y contemplar el mundo por debajo de él, aun sin comprenderlo exactamente le disipaba todos las dudas de porqué estaba allí.

b) Narrador en primera persona

El último tramo siempre era el más difícil. El cansancio se instalaba de forma permanente, sin darme tregua para recuperarme El frío alcanzaba el propósito de penetrar en mi cuerpo para cristalizar hasta la más recóndita de mis células. Es no hacía sino provocar que mis convicciones se difuminaran y que se hiciera patente una vez más la desaparición de mi fe en el objetivo. Sin embargo, al dar el último paso, escuchar tan sólo el ruido de mi corazón acelerado y contemplar el mundo por debajo de mí, aun sin comprenderlo exactamente disipaba todas mis dudas de porqué estaba allí.

c) Narrador en segunda persona

El último tramo siempre era el más difícil. El cansancio se instalaba de forma permanente, sin darte tregua para recuperarte. El frío alcanzaba el propósito de penetrar en tu cuerpo para cristalizar hasta la más recóndita de tus células. Esto no hacía sino provocar que tus convicciones se difuminaran y que se hiciera patente una vez más la desaparición de tu fe en el objetivo. Sin embargo, al dar el último paso, escuchar tan sólo el ruido de tu corazón acelerado y contemplar el mundo por debajo de ti, aun sin comprenderlo exactamente disipaba todas tus dudas de porqué estabas allí.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Hipótesis en bicicleta.


¿ Qué hubiera pasado si la rueda de mi bicicleta se hubiera pinchado justo delante de tu ventana?

Aquella mañana tu habrías mirado sonriente y sin disimulo desde el otro lado del cristal, para después salir a mi encuentro con un parche y una bomba. Como yo nunca he sido demasiado hábil con los trabajos manuales, me habrías hablado de tu padre y su capacidad infinita para dominar todo tipo de vehículos, incluso los de tracción animal. Sin llegar a sentirme mal del todo, te miraría con gesto distraído, y descubriría que tus ojos comienzan a decirme algo más que insolencias, mientras tu voz me desarma. Olvidaría el paseo y me mostraría interesado por la zona, por tus gestos, los vecinos y tu falda.

Pero no, no ha sido así, y al pasar por tu ventana esta mañana, la rueda giró sin detenerse y yo pasé de largo sin saber si estabas esperándome.

lunes, 12 de diciembre de 2011

ENTRE DOS DESIERTOS

Narrador en 2ª persona

      Juanjo, sólo tienes 18 años, deberías esperar un poco más de tiempo antes de intentar cruzar la frontera y reunirte conmigo. Tu sueño no se desvanecerá por ello. Pero te conozco y sospecho que mis palabras se van a quemar en tu impaciencia.
      En ese caso sigue mis consejos: no pidas a nadie el dinero que necesitas o durante años trabajarás  sólo para poder saldar tu deuda. En dos o tres meses te enviaré 3.500 dólares. Se que los días  te van a resultar eternos, pero no podré reunirlos  antes. Tendrás que ir a Altar; seguro, listillo, que ya lo sabes y que conoces también la forma de llegar a esa ciudad. Pero lo que quizá no sepas es que el 80% de esa población se dedica al "negocio del inmigrante" y que muchos de los guías que se ofrecen allí para ayudar a cruzar la frontera son traficantes sin escrúpulos. En ocasiones, después de haberles sacado el dinero a pardillos como tú, les abandonan en mitad del desierto. Yo te daré el nombre del guía que tienes que buscar.
      Por último,  antes de iniciar el viaje, llena tu mochila con todas las botellas de agua que puedas y no cargues ni siquiera con la foto de tu chica. Creo estar viendo tu despectiva sonrisa. No, no es verdad lo que estás pensando, no exagero;  haz casoa tu hermano chaval. Nunca me has escuchado,  pero esta vez es tu vida la que vas a poner en juego.

Narrador omnisciente

      El autobús se detiene en la plaza. Juanjo, cansado e impaciente desciende de un salto dejando detrás al resto de los pasajeros. Después de dos días de viaje ha llegado a Altar, la ciudad que no sería nada más que un punto en el mapa si no se hubiera convertido, desde hace años, en la puerta que abre el sendero hacia la tierra de promisión.
      Sabe que su camino no será fácil, que durante tres días tendrá que atravesar, a pie, un desierto traidor, como traidores son muchos de los contrabandistas que viven de guiar a los desesperados que se atreven a adentrarse en él. Pero el muchacho no cree que ese desierto de arena que le espera pueda ser peor que aquél de enormes dunas de miseria y olvido del que quiere escapar. Oculta bajo la camisa, ciñéndole la cintura, lleva un faja en  la que, antes de iniciar el viaje, reaprtió  los 3.500 dólares enviados por su hermano. La mano derecha,  dentro del bolsillo del pantalón,  aprieta un papel en el que grabó el nombre del guia y la dirección del bar en donde ha de encontrarle. Y hacia allí se dirige con paso decidido, cargado con su mochila llena de botellas de agua.

Narrador testigo
     
      Fue puntual, muy puntual; como todos los que llegan a esta ciudad en busca de un tipo conocedor de la región. Le veía acercerae desde el bar en el que debíamos encontrarnos. Sólo se detuvo cuando llego a la altura de mural que, en medio de la plaza que no separaba, como un último aviso, han levantado los funcionarios de inmigración. Es un mural pintado en memoria de los cientos de personas que mueren anualmente durante la travesía del desierto. Lo miró con interés, incluso con respeto, diría yo. Pero aquella pausa sólo duro un par de minutos; enseguida, el pobre diablo, reanudó su camino con paso, ligero, resuelto, audaz.
      Al llegar junto a mi se presento diciendo: soy Juanjo, el hermano de Manuel. En su mirada expectante no ví la menor señal de desconfianza. Puede que le ofreciera garantía el hecho de que, hacía ya varios años, había ayudado a su hermano a cruzar la frontera. ¡Infeliz!, para mi sólo era una más de mis presas. Con razón a los de mi gremio nos llaman "coyotes". No me importaba su nombre, ni el de su hermano; nunca admito confidencias de mis clientes, tana sólo me importa el dinero que llevan encima.
      No sé que habrá sido de él. A mitad de camino nos topamos con una de las milicias civiles que últimamente patrullan también por esta zona. Salí huyendo. El llevaba suficiente agua como para sobrevivir varios días más en ese infierno y no me pareció una presa fácil de acorrarlar. Quizá consiga llegar por sí mismo al otro lado de la frontera.
       En fin, este negocio se está complicando demasiado, ¡cuánto me gustaría trapichear con algo menos arriesgado! No quiero dar con mis huesos en alguna de las cárceles de este puto país.


lunes, 5 de diciembre de 2011

El asesino del Hostal Margarita

Hola. Estos tres textos corresponden a los tres pequeños relatos en primera, segunda y tercera persona de hace un par de semanas (creo). No sé si he encontrado bien el punto de vista de la narración, ya me diréis. Mi intención ha sido contar una historia basada en un hecho real ocurrido en Madrid en 2009 (el intento de asesinato de una prostituta a manos de un tipo que sólo quería matar para saber qué se sentía. La mujer se salvó, ¿eh?). En fin, la base es un titular de prensa y el resto, invención. El primer texto cuenta el punto de vista del asesino (primera persona), el segundo el de un policía (segunda persona) y el último, el del recepcionista del hostal (la persona que queda).
Salu2

Primera persona
Alguien me dijo en un sueño que para matar por placer no hace falta pensar, solo desear descubrir el dolor ajeno y dejarse llevar. Eso era lo que más ansiaba. Asesinar y descubrir nuevas sensaciones.
Compré dos cuchillos de cocina con el mango de madera y remates dorados. Dejé escapar varias noches afilándolos mientras oteaba el vacío, imaginando cómo debía sonar la carne al ser atravesada por una hoja brillante de acero inoxidable. Después, siempre caía dormido y soñaba en gris y rojo, a veces en una amplia gama de tonos ocres. Veía pupilas de terror implorando piedad, gritos que parecían susurros en el fragor de la escena, un semidiós que otorgaba la vida o la arrancaba de cuajo. Luego, el episodio acababa en un festín de miembros desordenados sobre una alfombra redonda y mullida. Despertaba tiritando, con mi frente sembrada de perlas doradas salidas del infierno y las manos calientes y húmedas, como si las hubiera tenido ocultas en un barreño de sangre recién exprimida.

Solo lo haré una vez para luego desaparecer. Tras mi interpretación, vagaré por las calles pegajosas de Madrid hasta que el sol del verano derrita mis obsesiones y desaparezcan por los desagües de alguna callejuela olvidada. Y fingiré normalidad, dominaré mi psique como he visto hacer a otros. Me instalaré en una nueva vida, anónimo entre cientos de anónimos cuerpos que sudan al unísono.

Pero hasta que llegue ese momento necesitaré una víctima, alguna mujer a la que nadie eche de menos al día siguiente. La encontraré en Montera por apenas cuarenta euros y juntos, como dos farsantes enamorados, alquilaremos una habitación en una decrépita pensión de Gran Vía.

Apenas me muestre su cuerpo, el filo del cuchillo rasgará su brazo izquierdo. Una segunda embestida teñirá de rojo su pierna derecha. Apenas oiré sus gritos, sólo sentiré un calor excitante, sexual. En mi pecho latirán tambores de guerra... Después, cuando sus ojos abiertos hayan perdido el brillo, cuando su vientre haya dejado de sangrar y su respiración sea un mal recuerdo, me tumbaré junto al cuerpo inerte, acariciaré su pelo, su rostro, su sexo, para luego huir y confundirme entre la ajetreada multitud, fingiendo que no ha ocurrido nada mientras leo la sección de sucesos del diario y sonrío.


Segunda persona
Has tenido la mala suerte de cruzarte en su camino. No debías haber estado allí esta noche ni ninguna otra, ¿lo entiendes, Gladys? Como Judas, negaste tu destino tres veces. Una, cuando murió tu padre y te negaste a abandonar la ciudad. La segunda, cuando regresaste del túnel en el que te sumió una sobredosis de crack. La última, la promesa de una vida mejor en el norte junto a un pobre desgraciado. En las tres ocasiones te esperaba un autobús que te sacaría de aquí para llevarte donde quizá hubieras sido más feliz. Pero te has convertido en una cazadora adicta al peligro. Hace tiempo que tu sombra se pregunta por qué continúas girando la ruleta. Persigues a los hombres por dinero. Tuviste que mezclarte con quien buscaba una mujer solitaria para vivir un sueño insano, una desconocida sin vínculos afectivos, sin esposas que la sujetaran a un presente simple o a un futuro imperfecto. Tú buscabas salir del infierno y juntos habéis entrado en él por la puerta grande. De poco te sirvió defenderte. No reparaste en los enloquecidos ojos de aquel hombre cuando te asaltó en Montera. Tus sentidos solo se ocuparon de dos billetes arrugados de veinte euros que servirían para arreglar un mal día, pagar la pensión y malcomer durante unas horas más. Ahora nos volvemos a encontrar, somos como viejos amigos. He perdido la cuenta de las veces que te he detenido en las últimas semanas por ejercer en la calle. Déjame ver... Las heridas del brazo y de las piernas se te cerrarán, se notarán las cicatrices, pero si fuera tú no me preocuparía por ellas. Tampoco podrás utilizar la mano como antes, pero se recuperará. Pero esa puñalada en el costado tiene muy mala pinta, Gladys. No te apures, sobrevivirás. Por qué, me preguntas. El tipo estaba desequilibrado, no paraba de gritar que su única intención era saber qué se siente al asesinar a alguien sin motivo. Le caerán muchos años. No te molestará más, pero te aconsejo que te vayas. Recupérate cuanto antes, coge el primer autobús y lárgate. Ningún cliente te querría sin dos dedos de la mano.


Tercera persona
Hace casi 20 años que Marcial pasa las noches agazapado tras el viejo mostrador de la pensión Margarita. A estas alturas ya ha dejado de preocuparse por el futuro y de lamentarse por el pasado.
De joven había trabajado de botones en el Villamagna donde ganaba buenas perras, como solía decir. Con la llegada de la democracia había ido ascendiendo en el escalafón de la hostelería. Trabajó en varios hoteles como jefe de mantenimiento, responsable de camareros y director de suministros. Pero el alcohol terminó por enterrar su carrera, que comenzó a hundirse cuando su mujer le abandonó, y después de que su hijo cayera desde un cuarto piso y muriera tras permanecer unos meses en coma. Con una vida destrozada y sin opciones de pagar un alquiler, sólo podía optar por vagar sin rumbo, entre cubos de basura, carritos de supermercado llenos de bolsas y desprecio. Pero la señora Margarita, que en paz descanse, le ofreció cobijo y, aún hoy, el hijo de la benefactora sigue confiando en él para proteger el negocio por las noches.

Si algo tiene Marcial es pulcritud. Como cada noche, lo primero que ha hecho al llegar es barrer y fregar el suelo de gres blanco con pequeñas incrustaciones negras, limpiar el mostrador de la entrada y ordenar los bolígrafos del viejo bote de latón impreso con una escena costumbrista del siglo XIX. Es ese uno de los múltiples detalles que dan al entorno laboral de Marcial un aire decadente impensable en una ciudad como Madrid.
Otra de las ventajas de tenerle al frente del turno de noche es que cala a la gente como nadie y no olvida una cara. Observa y archiva los rostros y, aunque pase el tiempo, es capaz de colocarlos en su correspondiente tiempo y lugar. Hasta para eso es ordenado. Y esta noche se ha fijado en la extraña mirada del acompañante de Gladys, una habitual en las noches de la pensión. La pareja ha sido obsequiada con la habitación 4, en el primer piso, la de la ventana con vistas a la calle Barco. Marcial se sienta y lo reconoce: ese hombre formaba parte del equipo médico que le atendió tras el shock provocado por el accidente de su hijo. Cuántos años habrán pasado ya, se dice mientras hace un cálculo rápido. Pero vuelve al presente: cree que era psicólogo, aunque en eso no puede estar muy seguro.
Sólo han pasado quince minutos y escucha gritos de socorro, golpes, un cristal que se rompe. Marcial no duda en levantar el auricular del teléfono y marcar el 112. Todo ocurre con rapidez. Gladys aparece en escena ensangrentada y desnuda, aullando de terror, saliendo despavorida del hostal justo cuando un coche de policía se detiene en la puerta.

martes, 29 de noviembre de 2011

Caminas

Primera Persona

Cuando salgo del portal me espabilo rápidamente por el frío. Creo que no me he abrigado lo suficiente y el cielo está completamente cubierto. Voy a coger un resfriado casi seguro… bueno, bien pensado no es tan malo, así puedo quedarme solo en casa, tranquilamente, sin ver a nadie.
Una corriente de aire helado sopla con fuerza y se me cuela por la ropa, haciendo que me arrebuje sin pensarlo. Recorro la acera de lo que parece un mundo muerto. En él los árboles disfrutan de un sueño eterno y yo soy el único ser vivo. Qué irónico, lo único que tengo de vivo es que me late el corazón. Mis pasos crean eco en el silencio.
Ya en el metro, la ilusión se desvanece ante una masa de personas que entran a mogollón en el tren. A duras penas entro yo y quedo aplastado contra la puerta. ¿Se sentirán así las sardinas enlatadas? Lo dudo, seguro que ellas están más fresquitas. Dios, qué calor, qué agobio. Todo cuerpos por todas partes, que me rozan, me empujan en cada vaivén del tren. Me arden las manos, la nuca, la frente. Hay una barra de metal de agradable frescor detrás de mí y la agarro como puedo, pero no me alivia demasiado.
Al fin he llegado a mi estación y, en cuanto es posible, huyo de aquella caja de metal, de su ambiente asfixiante y de esos cuerpos cálidos, de… no sé.
Atravieso torniquetes y puertas y el frío de la mañana me acaricia la cara. Huele a humedad y las nubes ya no son tan oscuras, aunque el cielo sigue igual de triste. Me siento como debe sentirse él, solo. Y cuando sale el sol es como si le faltara algo a él, a mí, ese agua que une mi interior con el exterior gracias al frío. Ojala fuese la lluvia que une los eternamente separados cielo y tierra, y así fundirme con ellos y desaparecer.


Segunda Persona

Mira el cielo negro cubierto de nubes. Piensa que quizá no te has abrigado demasiado, que es muy probable que cojas un buen resfriado y date cuenta de que lo prefieres. Así te mantendrás alejado de los demás el tiempo que dure la enfermedad. Encógete instintivamente ante el frío como si fueras un proyecto de tortuga y echa a andar por la acera. Tus pasos resuenan en el silencio de la mañana. Los árboles parecen dormidos. Te sientes el único ser vivo en la oscuridad previa al amanecer, a pesar de saber que por dentro estás muerto.
Coge el metro y comprueba que no eres la única persona en el mundo. Te cuesta entrar en el vagón y te encuentras aplastado contra la puerta. Pregúntate si así se sienten las sardinas enlatadas. Sufre el calor humano que te asfixia en tu cazadora e intenta rebajar la temperatura de tus manos agarrando con fuerza la barra de metal que tienes detrás.
En cuanto llegues a tu parada, huye, aunque no sepas de qué exactamente: quizás de aquella caja abarrotada en la que no hay apenas oxígeno, o del contacto con la gente, de la invasión de tu espacio vital…
Y al fin sales de nuevo a la calle, al aire fresco que huele a lluvia. El cielo ya no está tan negro, aunque una capa de tristeza lo arropa y te transmite su soledad a través de cada gota de agua. No es nada nuevo en ti ese sentimiento. Lo sientes tan propio que lo echas de menos cuando no está. Es otra pieza que falta a tu puzzle a medio completar. Tu forma de caminar es más lenta que antes, quieres sentir el frío tanto dentro como fuera de ti. Quieres fundirte con la lluvia y dejar de existir.


Tercera persona

Hace bastante frío. El cielo, aún oscuro, tiene un grueso manto de nubes que augura un típico día de invierno. Los árboles se mantienen casi inmóviles, solo mecidos suavemente por alguna brisa que ayuda a sumirlos aún más en aquel sueño invernal. No hay nadie por la calle, parece que el mundo ha muerto junto al verdor y se encuetra en un cristalizado estado de coma. Pero unas pisadas rompen el silencio previo al amanecer. Un joven camina con andares cansados por la acera, encogido dentro de su cazadora y con las manos en los bolsillos. Las bajas temperaturas ponen en tensión su espalda y sus hombros. Sin entretenerse entra en la estación de metro y baja al andén. Allí el ambiente es muy distinto. Todo el silencio del mundo exterior se transforma en algarabía, pasos, anuncios en una pantalla, voces, el tren que se acerca por el túnel. El aire es agradablemente cálido, aunque quizás algo viciado, repleto de personas que transforman su oxígeno en dióxido de carbono. El joven sigue tenso y procura mantenerse alejado de la masa de cuerpos que se mueven como uno solo, como un río que fluye hacia dentro de los vagones. Por fin, el último, accede al tren y se ve obligado a apretarse contra la puerta. Según pasan las paradas su rostro va tornándose colorado y su mirada transmite agobio. El brillo del sudor aparece en el límite del pelo con la frente. Con esfuerzo aferra un asidero de metal que tiene algo detrás. Cuando la voz de mujer anuncia la parada, se endereza, se abanica un poco con la mano y se dispone a salir de prisa del tren. Sus manos juguetean todo el rato con el botón de apertura de puertas. Al fin se abren y el chico sale corriendo por los pasillos en dirección a la calle. Allí se detiene bajo la lluvia, respira hondo y mira al cielo, que ya no es tan oscuro. Ya ha amanecido, aunque el sol, sin fuerzas para luchar contra las nubes, las deja que descarguen su angustia sobre aquellos diminutos seres que son los humanos.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Publica tus cosas online

Hola amigos,
Aunque después del curso seamos unos escritores cojonudos y escribamos alguna novelaensayocuentorelato con posibilidad de convertirse en best seller, el problema vendrá a la hora de dar con un editor que se arriesgue a imprimir unos cuantos ejemplares y darles bola. Como intuyo que ese será el escenario más probable, hay una web que los publica online. No sé cómo funciona o si hay que pagar o si lo conocéis, pero ahí lo dejo para que investiguéis si tenéis un ratillo libre: www.bubok.es

Hala, a seguir creando!

lunes, 21 de noviembre de 2011

Tejiendo recuerdos

Desde el sofá la veo venir por el pasillo, haciendo ruido con el poco tacón de sus zapatos. Nunca lleva zapatillas de andar por casa. Enciende la lucecita que hay en su sitio favorito y, despacio, como si le costara, se sienta en la silla, en su butaca, como dice ella. Se pasa la mano por el pelo mientras comenta, con un tono de voz bastante indignado, que no entiende la necesidad de que se digan tantos tacos en televisión. Después, coge la bolsa verde que hay a sus pies, la coloca en su regazo y saca un ovillo de lana azul y las agujas con la labor. A los pocos segundos cuenta puntos y teje a gran velocidad, mientras narra sus recuerdos de la guerra civil y sus paseos con mi abuelo por la calle Gran Vía.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Severino Sendra (narrador testigo)

La noche del 25 de noviembre de 1994 el único vigilante de la única empresa de la Avenida de Lombardía se levantó de su silla, se ajustó los pantalones y echó una ojeada a los monitores. Había permanecido un buen rato recostado con los pies apoyados en la mesa bebiendo un refresco energético y, a las tres de la madrugada, hizo la habitual llamada de teléfono a la central avisando de que abandonaba su puesto para empezar la ronda por todo el edificio. Enfoqué la luz de la linterna a su ficha y volví a repasarla: Severino Sendra, 45 años, ex presidiario, logró convertirse en vigilante jurado gracias a los favores de uno de sus primos, asesinado hace ahora año y medio en extrañas circunstancias, una muerte que la policía jamás pudo aclarar. Justo en ese momento recibí la llamada de Rómulo; había que empezar a trabajar. Me ajusté el pasamontañas y bajé del coche con las herramientas. A estas alturas, el sistema de seguridad debía estar anulado, lo cual me permitiría entrar al edificio por la puerta principal sin que sonaran las alarmas ni ser grabado. Eran las tres y cinco y el vigilante estaría en la segunda planta, contabilidad. Dos minutos después, estaba agazapado observando sus movimientos.

Ayudado por una pequeña linterna e iluminado por los pocos ordenadores que continuaban encendidos, el vigilante se había sentado en una silla y había extraído diferentes papeles de algunas carpetas que había dejado abiertas sobre una mesa. La luz que rebotaba en los papeles le iluminaba el rostro de manera indirecta, lo justo para poder distinguir la cicatriz en el labio superior y la nariz de boxeador retirado. Actuaba deprisa y, aunque parecía nervioso, parecía tenerlo todo bajo control, sabía el lugar exacto de cada papel, de cada documento, de cada factura. Así que esto es lo que estuvo haciendo durante este último mes, ¿verdad? Había localizado todas las facturas, pagarés, documentos confidenciales, había memorizado todos los que le interesaban y dónde estaban guardados y ahora estaba en pleno ejercicio de recopilación. Se limpiaba el sudor con el dorso de la mano, respiraba con dificultad, y observé que el tic del ojo derecho en el que reparé días atrás con los prismáticos se agudizaba.

Quería darle tiempo para tener más pruebas contra él antes de ponerme en acción. Cuando pareció tener todo lo que buscaba, el vigilante se introdujo la mano derecha en el bolsillo, del que extrajo un teléfono móvil. Desde mi posición escuché con nitidez la musiquilla aguda del teclado. Mientras sacaba mi Beretta 9 milímetros, escuchaba cómo conversaba con alguien y le proporcionaba los datos que había recuperado. Cuando colgó, respiró hondo, sacó su arma de la funda, se colocó el cañón en la sien y apretó el gatillo.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Beso de otoño (Relato en primera persona protagonista)

La veo alejarse iluminada por la macilenta luz que ensombrece la madrugada de la calle Mayor. Estoy inmóvil con la mirada fija en sus pantalones, intentando dar forma a sus muslos, a la parte trasera de las rodillas, a sus tobillos. Mantiene la curiosa forma de caminar de entonces, torciendo levemente el pie derecho hacia dentro. Su cabello oscuro se confunde con la noche, largo como lo que me queda de vida sin ella. Hago esfuerzos por archivar en algún pliegue de mi cerebro su última mirada. Aún hoy no sé si era de ternura, de lástima o de agradecimiento. Noto que mis labios aún mantienen la humedad del beso.


El beso. Un contacto que había deseado desde que la vi por primera vez en la facultad, cuando aún desconocía que sería mi compañera de clase durante cinco años. Aunque hayan pasado más de dos lustros, recuerdo la escena como si la viera en el interior de una bola de cristal, quizá un poco deformada, pero bella e intensa. Las escaleras del edificio gris, anchas y negras, el momento en que la vi allá arriba, haciendo equilibrios sobre el último escalón, último e inalcanzable para mí, pero el primero para ella, iluminada por la luz que se escurría a través de un ventanal y se quedaba pegada a sus formas. Vi que hablaba con alguien allá en el cielo, mientras yo permanecía inmóvil allá abajo, en el infierno. Fue como una aparición mariana, ella, la virgen, yo, el pastorcillo inmóvil en el fango, sabiendo que algo pasa sin acertar a saber qué. Ahora sé que el amor a primera vista no es un mito, que existe, pero que jamás volveré a experimentarlo.


El beso llega tras haber quedado con ella en la calle Fuencarral a las siete de la tarde y haber estado paseando hasta Atocha mientras anochecía en un Madrid a punto de otoñar, después de una cena frugal y unas copas en un local de La Latina. Hace tiempo que no la veía. La conversación tarda en fluir, pero cuando lo hace es como entonces. Hablamos del tiempo que ha estado fuera de España, de lo complicado que es establecerse en Londres, de lo mal que trata el periodismo a los periodistas, del tiempo en que teníamos veinte años, cuando ni siquiera pensábamos que íbamos a llegar los treinta y cuatro. Suele pasar cuando dejas de compartir experiencias con una persona durante mucho tiempo: después de repasar con rapidez el presente, el pasado secuestra la conversación. Recordamos al misógino de Fajardo, al bueno de José Luis, las idas y venidas de Darío y su afán de comparar el aborto con la antropofagia, mi suspenso en redacción periodística, los calcetines de rombos que solía llevar ella el primer año... Durante la cena le recuerdo una extensa conversación sobre películas con nombre de mujer y cómo gané con ella al mus la primera vez que yo jugaba. Y ella me pregunta si recordaba aquél papelito que escribió durante una conferencia en el salón de actos en la que me prometía que en su cumpleaños iríamos al Parque de Atracciones. Sometidos a un retroceso adolescente, casi infantil, de nuestra conversación, tras una animada cena y con la confianza de estar haciendo lo correcto, digo aquéllo que debí haber dicho hace mucho tiempo.


Son las cuatro de la tarde cuando comienzo el ritual de prepararme para salir. Nunca lo hago con tanta antelación, pero me contagio de la velocidad absurda a la que late mi corazón. Quedé con ella para hoy tres días antes y, desde entonces, mi cabeza no ha parado de imaginar diferentes escenarios en los que lanzar mi discurso. Llevo dándole forma desde hace 72 horas y ahora lo practico en silencio mientras me ducho, mientras me afeito, mientras me visto y mientras espero sentado en el sofá dos horas y media antes de salir, con la mirada fija en un cuadro de Ikea. Mi cerebro exprime el discurso y calcula cuándo vocalizarlo. Sé que te va a sorprender pero siempre he estado enamorado de ti. Fui demasiado estúpido entonces y quizá lo sea ahora también, pero necesito decírtelo. Juego con ventaja, parece que te va bien en Londres viviendo con un fotógrafo, yo tengo mis asuntos amorosos descontrolados y no pierdo nada. El tiempo es un cristal oscuro que matiza en el presente lo que ocurrió en el pasado. Te confieso que has sido el amor de mi vida y que por mucho que se acumulen cristales delante de mis ojos, jamás emborrarán lo que siento y sentiré por ti.


A eso de las diez, su mano derecha se posa en mi mano izquierda, y mi mano libre acaricia su mejilla. Mis palabras han sido un bálsamo para mi maltrecha psique, ha sido como abrir una rendija en la losa fúnebre que me impedía respirar. Ella me dice que agradece mi sinceridad y me sonríe.


Estamos paseando cogidos de la mano y entramos en “El Mono Loco”. Tras dos gintonics me dice que debe marcharse. Mañana madruga y es el ultimo día antes de partir hacia su casa de Pemrose Street, donde comparte piso con una estudiante asiática. La triste iluminación de las farolas son testigo de nuestro abrazo. Espero volver a verte, eres lo más importante en mi vida, cuídate por favor, intentaré sobrevivir sin ti, abrázame de nuevo. Y el frío de Madrid queda fuera mientras el calor húmedo del beso me reconforta.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Cadáver Exquisito

Es fantástico cuando coges velocidad y hueles la gasolina. Y el tiempo pasaba sin sentir. Sin embargo, creo que debería descartarse la idea, no por ser descabellada, sino por todo lo contrario. Me falta el aliento y no sólo hablo de aire. No soy capaz de encontrar la última melodía que escuché en el estuche de los recuerdos. Es muy divertido hablar mientras ves una película e intentar adivinar lo que va a pasar.
Con los años he aprendido que el tiempo no para ni pide permiso para seguir su rumbo. Según el sentido que se sigue, llegaremos al debido final de nuestras dudas. Al volver a casa, me la encontré tirada en el suelo, la recogí y me fui. Me persigue el que yo seré.

martes, 8 de noviembre de 2011

Crónica en primera persona

Alucinógenos

Aquella mañana los párpados me pesaban más que cualquier otro lunes. Perezosa, aparté las mantas y apoyé los pies descalzos en el frío suelo y miré hacia la ventana. Fuera, un cielo plomizo parecía augurar un día triste y aburrido.
Después de desayunar y vestirme como un autómata, cogí el bolso, las llaves y salí de casa con gruñido de despedida, sin ganas de articular ni una palabra.
El aire frío de la mañana me recibió con una bofetada que hizo que me estremeciera, quizás debería haberme puesto un abrigo en lugar de una cazadora, pero ya no tenía ninguna gana de volver a subir a casa para cambiarme, casi seguro que llegaría tarde a la universidad. Caminé hacia la parada del bus, sin pensar en nada coherente y me detuve a esperar. Los minutos pasaron, dos, cinco, diez... y yo seguía sumida en un estado de absurda contemplación de las musarañas, hasta que un fuerte ruido me distrajo.
Un coche rojo se paró delante de mí y un hombre se bajó del coche. Me miró fijamente y se encaminó hacia donde estaba, con sus ojos marrones fijos en los míos. Me asusté y empecé a retroceder, pero él fue más rápido y, con una sonrisa misteriosa, cogió mi mano y puso en ella una llave. Sin decir nada, se marchó corriendo.
Alcé mis ojos conmocionados el escudo del llavero y miré el vehículo. No, no me había equivocado, pues un Ferrari Enzo, de un color rojo que quitaba el hipo estaba parado delante mío. Con paso vacilante, lo rodeé, acariciando con delicadeza el capó. Abrí la puerta y me senté, maravillada de lo cómodo que era. Parecía hecho especialmente para mí.
Con un ligero temblor en las manos, puse la llave en el contacto y arranqué el motor, que me recibió con un agradable rugido de bienvenida. Ya no fui consciente de nada más, solo de la carretera que recorría y de las sensaciones que me transmitía el coche.
Aún me pregunto si no me tomé algo raro en el desayuno.

Encuentros desconocidos


7:45 de la mañana, estoy subida en el Metro Ligero, camino a la universidad. Con movimientos parsimoniosos, aún medio dormida, saco los cascos del bolso mientras intento que no se me caiga el portátil al suelo. Están enredados, así que, haciendo malabares, comienzo a tirar de los cables por su caminito para que queden libres. Los conecto al móvil y deslizo el dedo por la pantalla. Una vez, dos, tres… y consigo acceder al menú multimedia. Después vuelvo a tener que intentarlo varias veces para acceder a la música. Pongo Led Zeppelin y desconecto del mundo que me rodea.
El transbordo lo hago sin darme cuenta, es la rutina de todas las mañanas, así como subirme al vagón de siempre por la misma puerta de cada día y ponerme en el mismo sitio.
Se suceden las paradas. En Plaza de Castilla se sube más gente de que la se baja y quedamos algo ajustados. Estoy bastante rodeada, pero sigo con mi música, abrazada a mi ordenador.
En cierto momento, entre las paradas de Tetuán y Estrecho, mi mente chisporrotea, como si se activara una alarma, y me hace levantar la vista con cautela. A dos palmos de mí, un chico alto y con el brazo izquierdo escayolado mira el tendido. Lo miro a la cara y bajo de nuevo la vista, indiferente, hasta que pocos segundos después la alarma de mi mente se vuelve a activar. Su cara guarda cierta semejanza con una persona a la que llevo años sin ver. A la que llevo años sin querer ver. Ha pasado tanto tiempo que ni siquiera estoy segura de que sea él de verdad. Pienso “tenía una nariz muy característica, si tiene la misma, es que es él”. Discretamente, vuelvo a mirarle. “Dios, tiene la misma nariz” Pero no pienso mirarle a los ojos, no quiero arriesgarme a ver sus ojos azules otra vez y que me reconozca, a verme forzada a mantener una conversación con ese perro traidor. Me giro un poco para mirar hacia la puerta, pero no puedo desconectar mi visión periférica y veo cómo es él el que me estudia en ese momento.
Ya hemos llegado a Cuatro Caminos y la mujer que tengo delante tarda un poco en salir, lo suficiente para que el chico tome la delantera. Justo antes de doblar la esquina del pasillo, se da la vuelta y me mira, y yo le miro a él, pero como soy miope y no llevo las gafas no puedo descubrir la verdad. No sé si es él.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Bloqueo

Este es uno de los primeros ejercicios que hicimos, escoger un objeto y elaborar un relato pero sin decir de qué objeto se trata:

Venga, venga, ¡deja de mirarme! Me tienes miedo ¿verdad? Bueno, quizás no sea miedo como tal, pero cierta inquietud, desasosiego, sé que pasan por tu cuerpo, por tu mente. Sigues mirándome, pensando, no sabes qué objeto escoger. Echas la culpa a las musas, dices “no es mi día” o “es que hoy no estoy inspirada”. ¡Bah, excusas! Sé que te doy miedo. Al fin y al cabo, soy yo el que produce tus palabras. De mí depende hacerlo bien o hacerlo mal. Tratas de disculparte argumentando “bah, eso de bien o mal es sólo un argumento maniqueo”, pero en el fondo te da pavor fracasar, te da pavor no hacerlo bien, te da pavor el qué dirán y, sobre todo, te da pavor no ser capaz de hacerlo. Te veo y sé que me miras, sé que te torturo. Es un reto, un duelo. Mientras yo permanezco plácidamente tumbado, con mi grafito reluciente, casi desafiante, tú mente sigue y sigue girando. Parezco afilado, te dices. Quizás demasiado, añades. ¿Y si me rompes al usarme?, te atreves a imaginar. Pero si no me coges, jamás podrás comprobarlo. Soy negro por dentro y bicolor por fuera, sí, pero puedo producir miles de colores, miles de ideas, miles de situaciones tiernas o terroríficas, bellas o desagradables, dulces o pornográficas pero ¡tienes que cogerme!


Amaya León (Irukina)

lunes, 31 de octubre de 2011

FESTIVAL EÑE

Chicos, en este enlace hay información sobre el Festival de las Letras en Madrid. Por si os interesa.

Un saludo,

Paz Palau(Coordinadora grupo de Creación Literaria)


http://www.revistaparaleer.com/festival-ene

martes, 25 de octubre de 2011

Preguntas

¿Cuál es la circunvalación del entorno virtual?
¿Todos los bolsillos de los detectives están en llamas?
¿Dónde está la vertebración del erial de la memoria?
¿Hay grietas en los estereotipos de los narcotraficantes?
¿Cómo son los aderezos de la insana deflación?
¿Sabes si sustrajeron otra mirada a la división de liderazgo?
¿Se ha convertido la globalización en un montón de recelos y acrobacias?