Narrador protagonista en primera persona
No puedo más. No soy tan joven como antes. Y se acerca cada vez más. Venga, venga, tengo que correr como cuando era un cachorro. Lo oigo ya casi pegado. Sus resoplidos casi acarician mi lomo y sus ladridos me están volviendo loco. Ya noto su aliento, húmedo y caliente y su lengua blanda, mojada como un trozo de carne recién sacado del frigorífico, toca mi cola. Y de pronto, veo mi salvación. Puede que mis patas no sean tan fuertes como hace unos años, que mis garras no estén completas pero sigo siendo ágil, mucho más que esos perros salvajes que se dedican a perseguirnos, cuyo cuerpo esta siempre cubierto de pulgas y que pelean incluso entre ellos por un pequeño hueso sacado de la basura. En cambio, nosotros estamos siempre limpios y amables ancianitas nos ponen leche o jamón de York; los niños nos llaman con sonidos seseantes y nuestros maullidos le dan un toque romántico a la noche. Veo el inmenso árbol y no lo dudo. Clavo con fuerza mis maltrechas garras en su corteza y subo a toda velocidad, justo a punto de evitar que los colmillos salvajes de mi enemigo me arranquen un trozo de cola. Asciendo ágilmente por el tronco y trepo por sus ramas hasta alcanzar una, cómoda y mullida por sus hojas. Allí me afilo las uñas con fuerza, me rasco el lomo contra él y me aposto entre el follaje esperando que algún ave se ponga a mi alcance y me sirva de alimento. Al final, ha sido un buen día.
Narrador en segunda persona
¿Qué es eso que se acerca? ¡Oh, no! Otra vez, no. Aléjate, aléjate. Que no, que no se te ocurra subirte. Nada, ni caso. Pero, gato apestoso ¿me estás escuchando?
Ay, ya empiezas. Que me clavas las garras. Ya sé que parezco fuerte, pero oye, que a mí también me duele ¿te enteras? Noto como cada una de tus uñas raspan mi corteza. Te lo ruego, sé más delicado. Cada uno de tus pasos es como un terrible rasguño. Venga, quédate tranquilo. Si quieres te dejo una de mis ramas. Pero, eh, era sólo para descansar. ¿Por qué me clavas de nuevo las uñas y con más fuerza aún si cabe? ¡Gato desagradecido!
¿Y ahora? Pero, ¿tú también? Oye, perro, no, no, no lo hagas. Sepárate de mí. ¿Por qué levantas una pata? ¿No estarás haciendo lo que creo? Pues sí, lo haces. Definitivamente, hoy no es un buen día.
Narrador omnisciente en tercera persona
El parque del pueblo parecía tranquilo. Era una calmada mañana de domingo de finales de verano. Los vecinos comenzaban poco a poco a desperezarse y empezaba a oírse el ruido de las persianas y los primeros pitidos del microondas mezclados con el zumbido de cafeteras. Por eso, el jaleo que se produciría poco después pillaría a todos de improviso, sobresaltando a los más ancianos del lugar (de taquicardia fácil) y divirtiendo a los más pequeños. Así, un cuarto de hora más tarde, cuando las amas de casa de mejillas sonrojadas y delantales perfectos almidonados, servían sus desayunos, una serie de ladridos, jadeos y rugidos detuvo todas las conversaciones. Los ojos indiscretos (y los no tanto) comenzaron a verse detrás de las ventanas para contemplar a esos dos animales enfurecidos. Un perro enorme, casi salvaje, de proporciones inmensas y ojos de un profundo odio negro corría desesperado detrás de un gato algo relleno cuyo aspecto parecía más cercano a la tumba que a la vitalidad que desprendía por su carrera. Era una combate igualado, digno de una competición pugilística, que enfervorizó a los vecinos y les convirtió en hinchas desbocados. Unos apostaban por la fuerza del perro y otros por la agilidad del gato pero nadie quedaba indiferente. Los niños aplaudían, los adultos animaban y los más viejos recordaban las carreras del hipódromo o el canódromo. Y entonces, el árbol dirimió la cuestión, en un abrir y cerrar de ojos, el felino subió con rapidez dejando al imponente can con un palmo de narices. Los perdedores echaron un suspiro y los ganadores supieron enseguida que ése, ése sería un día especial.
Amaya León (Irukina)