Me llamo Andrea aunque, incluso ahora, quince años después de conocer a Peter Panwell en Irlanda, todos me llaman Wendy. Un apodo que hacía referencia a lo evidente, pero que, en opinión de Pete, me definía. Decía que mi aspecto era delicado y que me movía despacio, levitando sobre el suelo, con la gracilidad de una bailarina, como la niña de la película infantil. Lo susurraba mientras acariciaba mi pelo con suavidad, convirtiendo sus dedos en improvisado peine que cepillaba mi cabello claro, deslizándolos hasta que a media espalda se liberaban de los intrincados rizos. Después continuaba interpretando su melodía en los nudos de mi espalda con tanta cautela como con la que se protege a un pájaro herido. En mi delgadez me sentía obesa de placer.
El sobrenombre, incluso, me explicaba de una manera más precisa. Desde niña había soñado con que mi vida sería como un cuento. Tenía una especial predilección por las princesas y las hadas y los finales felices. Aun hoy guardo celosamente en mi memoria la voz de la abuela Clara gesticulando el sufrimiento de Cenicienta o imitando la huída de Blancanieves en el bosque. Yo quería ser como ellas, viajar a Nunca Jamás, ser raptada por Garfio y rescatada por Peter Pan. Todo pareció tener sentido cuando conocí a Peter Panwell. Pensé que el destino me guiñaba un ojo y hacía cómplice de mis sueños. Había encontrado a mi hombre, viviríamos felices y no me volvería a sentir una extraña en aquel país de locos.
Nos casamos, sí, pero todo se desmoronó en poco tiempo. Peter comenzó a ausentarse más de lo habitual, me sentía muy sola agazapada en el dormitorio entre las algaradas de violencia en las calles de Derry. Me abandonaba sin importarle mi estado, no me llamaba en días y no respondía a ninguna de mis acusaciones. Quería saber si había una mujer, pero no respondía. Cada vez hablaba menos, y cuando lo hacía era por teléfono, con quién sabe quien y casi en clave.
Su comportamiento cambió radicalmente. En una ocasión me golpeó con fuerza tirándome al suelo, me agarró del cuello y me ordenó que me callara. Algo en mí murió aquella noche. No dejé que me lo volviera a hacer. Al día siguiente volvió a marcharse y yo hice la maleta. Viajé a la casa que una amiga española compartía con una tal Cathy Mulberry, en las afueras de Dublín. Jamás volvería a ver a Pete, había tomado una decisión. Y me propuse no depender jamás de ningún hombre. Podía encontrar yo sola mi país de nunca jamás, mi palacio de la ml y una noches, la casita de chocolate.
Supongo que fue fácil encontrarme. El 28 de octubre de 1978 dos agentes de policía aparecieron en el apartamento de Shandon Park Road donde llevaba viviendo un par de años. Tras mostrarme su placa me informaron con frialdad que Peter Panwell se encontraba recluido en la prisión de Mountjoy, en Phisboro, en pleno centro de Dublín, a sólo tres calles de donde vivía. Había sido detenido por pertenencia a banda armada y le acusaban de ser el autor de varios atentados en Derry y Belfast reivindicados por el IRA.
- Fue detenido hace dos semanas cuando intentaba embarcar hacia Nueva York-, informó el más alto. De momento está con la preventiva, pero le caerán unos cuantos años.
- ¿Sabe él que vivo aquí?
- No señora
Suspiré.
- No quiero saber nada de ese malnacido. Que se pudra en la cárcel. Rompió mis sueños y provocó que perdiera el bebé que esperaba. Díganle, por favor, que no me encontraron.
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