miércoles, 15 de febrero de 2012

Un restaurante en Barcelona


Yolanda dejó de remover el azúcar de su café aún caliente y me miró con ojos incrédulos.

– Te estas quedando conmigo, ¿no?

– No. Me marcho. Estoy cansado del periódico.

– No me lo puedo creer, Luis. ¿A que viene esto?

– Bueno… Llevo dándole vueltas mucho tiempo. Ha llegado la hora de eh… dejarlo, de marcharme, de abandonar. Estoy cansado de la parcialidad, de las noticias por conveniencia, de que me obliguen a publicar eh… cosas absurdas solo porque generan publicidad. Harto de que los temas sean refritos de hace dos años, de periodistas que se creen buenos y dirigen el barco, de intrusos sociólogos, psicólogos o ingenieros que encima cobran más que yo. Estoy cansado de no publicar lo que quiero, de tener noticias y que las paren porque eh… afectan a tal o cual amigo, o a tal o cual inversor. No puedo admitir cobrar como becario y trabajar como un eh… esclavo.

– Ya veo.

– Voy a olvidarme de todo y cambiar de aires. Me marcho a Barcelona. Quizá pueda montar allí algo con Oriol, a lo mejor un restaurante. Quería que fueras la primera en saberlo antes de comunicárselo a Manuel y se haga oficial.

Yolanda escuchaba y no me miraba. Quedó en silencio observando la espiral ocre que formaba la espuma de su café. Habíamos hablado muchas veces acerca de nuestra situación en el periódico, conocía mi opinión sobre el periodismo y sobre mi maltrecha relación con el director. Pero ahora pensaba en otra cosa y eso iba a ser lo más difícil.

– ¿Y qué pasa con nosotros?

En efecto, pensaba en otra cosa.

– Mira, no voy a arrastrarte conmigo. A ti te gusta esto. Te gusta escribir, te implicas en lo que haces, crees en el periodismo, puedes llegar lejos.

Bajó la mirada. El pelo cayó sobre su cara ocultándola parcialmente. Un haz de luz se colaba por una ventana alta del restaurante, iluminaba su cabeza y bajaba hasta calentar sus hombros apenas cubiertos con los tirantes de un vestido azul. Miré a mi alrededor en busca de algún pájaro que nos pudiera delatar y cogí su mano, suave, fina, de dedos largos y uñas mordidas. Intentó decir algo pero me adelanté.

– Yolanda, vas a casarte en medio año. Sabes que eres especial para mí pero eh… nunca vas a abandonar a Juanjo. Hace cuatro meses me di un respiro con Lucy, creía que después de un año esto podía llevarnos a algún sitio pero me temo que no es así. Eres una mujer increíble pero…

– Pero no me puedes prometer amor eterno–, terció envalentonada.

– Eso te lo dije al principio. El día después. Ninguno de los dos sabíamos dónde eh… iba a llegar esto y sabes que luego te he demostrado lo contrario, y he hecho más de lo que has hecho tú. Eres tú la que no me lo puede prometer.

Me puse en pie pensando en escenas similares con Susana y Pilar, también redactoras del periódico, aventuras de un par de meses de las que nadie sospechó. Por eso sabía que las tormentas amainan. Dejé un billete de veinte sobre la mesa y pregunté si regresábamos a la redacción.

– Me quedo aquí un rato si no te importa.

Di el último sorbo al café frío y salí a la calle. De camino a la redacción consulté los mensajes del móvil. El primero era de Oriol confirmándome que tenía el informe que implicaba al Consejero de Hacienda en la trama de facturas falsas. Lástima de exclusiva. Luego volví a abrir el que Lucy me había enviado dos días antes. En un perfecto inglés leí: “Me marcho a Barcelona. Me han ofrecido un trabajo de traductora. Estaré en el Hotel Ventura un par de semanas”.

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