martes, 21 de febrero de 2012

El Da Vinci de De Lorenzo


Las puertas de la mansión se abrieron lentamente y con un ligero chirrido, como si las estuvieran moviendo un ejército de grillos. Cuando golpearon contra el tope, el Seat 131 Supermirafiori escupió un humo negro y se movió despacio, temiendo que los cantos del camino que llegaba hasta la casa dañaran los maltrechos neumáticos casi sin dibujo. Tras detener el coche entre un Bentley Continental de color crema y asientos de cuero granate y un Mercedes 300 SL de 1955, Santiago Cifuentes, el periodista que destapó el caso Furlong, pegó su enorme nariz a la ventanilla y observó la casa. Por supuesto, nada que ver con la suya, donde vivía solo, olvidado por su hija y por el dinero, pero no por los acreedores. El periodismo no es lo que era, ni siquiera para los guardianes de la profesión, siempre tan comprometidos como Cifuentes, un reportero por cuenta propia que todavía creía en el valor de su trabajo y en su libertad, capacidad de denuncia y en su talento para remover conciencias.

Se protegió como pudo de la lluvia y del intenso frío de enero y, blandiendo su maletín, corrió hacia la puerta principal. Allí le esperaba la adusta figura del secretario de Augusto de Lorenzo, dueño Industrias Reunidas, reconocido coleccionista de arte y uno de los hombres más poderosos, influyentes y adinerados de Europa. Le acompañó hasta el despacho principal, una estancia amplia, de techos altos y decorado por aquí con retratos de rostro serio, por allá de un Chillida y un Tàpies, y muebles de caoba de estilo neoclásico. Una mezcla que no agradaba demasiado a Cifuentes. Sentado tras una gran mesa le esperaba de Lorenzo.

– Ante todo le agradezco que me haya recibido–, dijo Cifuentes después de que el secretario les dejara a solas.

– No me gustan los periodistas–. Sonrió mostrando unos dientes amarillos, grandes y desiguales. Cifuentes se preguntó cómo un hombre así haría tenido éxito en los negocios y él no.– Sobre todo usted. Me han dicho que es bastante, digamos, inquisitivo.

– Hago mi trabajo lo mejor que puedo. No es fácil en los tiempos que corren.

De Lorenzo carraspeó violentamente y se disparó la dosis correspondiente de antiasmático. Cifuentes comprendió que a aquel hombre le quedaba poco para abandonar este mundo y, por tanto, sus negocios. Ante el hecho de que no tuviera descendencia, el mundo quedaría huérfano y feliz tras su muerte.

La conversación transcurrió tranquila. De Lorenzo, contra todo pronóstico, se encontraba relajado por vez primera frente a un periodista que iba tirando del hilo con exquisita destreza, producto de años dedicados a sacar información de la manera más sutil. En un momento de la conversación, cuando el magnate hablaba de la situación del mercado del arte, se levantó penosamente de su asiento ayudado por un robusto bastón decorado con una cabeza de pato de marfil y caminó hasta una caja fuerte escondida en un rincón. Introdujo despacio la combinación y, de entre documentos y algunos fajos de billetes, extrajo una diminuta pintura enmarcada que, dijo, era de Leonardo Da Vinci. Mientras Cifuentes la observaba y hacía preguntas al millonario, de Lorenzo se inclinó con un aullido de dolor casi imperceptible, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Cifuentes estaba paralizado. Se agachó y comprobó que el millonario había muerto. El periodista tardó unos segundos en reaccionar mientras maldecía en voz baja. Se puso en marcha. Extrajo de los bolsillos de su gabardina sus guantes de piel y se los ajustó en las manos. Comprobó que la puerta del despacho seguía cerrada y que no se oía a nadie cerca. En dos zancadas se colocó delante de la caja fuerte, dio un suspiro y comenzó a coger el dinero. Había veinte fajos de quinientos euros, y calculó que cada uno debía tener doscientos billetes. Así, por encima, debía haber un millón de euros. Cifuentes los guardó en los bolsillos interiores de la gabardina y en su maletín, colocó el cuadro de Da Vinci en el interior de la caja y la cerró. El cuerpo del magnate permanecía inmóvil boca abajo. Cifuentes lo giró sobre sí mismo hasta que los ojos abiertos del cadáver miraron al techo. Sin duda, ésa era una mejor imagen. Se quitó los guantes y volvió a guardarlos, esta vez en el maletín. Extrajo de él una Nikon compacta y tomó unas cuantas imágenes. Cuando hubo cumplido con su misión, abrió la puerta y gritó que de Lorenzo había sufrido un ataque al corazón.

2 comentarios:

  1. Me gusta! Este es el feliz o el infeliz? ;-)

    ResponderEliminar
  2. Gracias. Al periodista le gusta su trabajo a pesar de las penurias. Es honrado, pero el dinero es el dinero...

    ResponderEliminar